Capítulo VII: Desafío.

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Recibió las maletas con algo de pesadez. De nuevo, le costaba acostumbrarse al clima del altiplano, aunque solo había estado un par de días fuera del ambiente bogotano. No hacía especialmente frío en aquella noche, pero la presión – Menor que la que reinaba las veinticuatro horas en Río – le estaba jugando una mala pasada.

Tras él salieron La Pelirroja, el hombre de la camisa leñadora y la azafata, totalmente cambiada. Se había puesto un jean azul claro, una blusa violeta de manga larga y algo escotada, unas zapatillas que conjuntaban con la blusa y un chaleco de jean que combinaba con su pantalón. Ahora podía apreciar, un tanto a lo lejos, las diferencias entre ambas mujeres.

La mujer morena era un poco más baja que la blanca; pero, a cambio, era un poco más gruesa y estaba mejor dotada en ciertos aspectos que su compañera. Ambas tenían un brillo particular en la mirada, y los ojos tanto de una como de la otra eran especialmente bellos. La Lectora llevaba un pequeño bolso en bandolera, del que sobresalía el libro que leía en el avión; se había puesto una chaqueta de cuero color caramelo, que llevaba abierta.

Se había abotonado toda la camisa, exceptuando, por supuesto, el botón que cerraba el cuello rígidamente. Pudo apreciar que llevaba también unas zapatillas, aunque de corte un tanto más elegante que las de su compañera, estas totalmente negras. El pantalón de satín le quedaba ceñido a los muslos, pero se abría en una bota casi recta, casi campana, a la altura de los tobillos.

Las dos mujeres conversaban animadamente. Tras ellas, el hombre de la camisa leñadora se había encasquetado una chaqueta marrón ancha y raída, y llevaba sobre sus anchas espaldas el equipaje de los tres. Eren volvió a mirarlo al recibir su última maleta, y vio en él toda la prestancia y la imponencia de Mauricio Sallandrera, solo que menguada por su apariencia descuidada.

No habían podido mirarse fijamente a los ojos; pero, en medio de la minuciosa mirada del Joven, se encontró reflejado en una mirada igualmente escrutadora proveniente de aquél muchacho. Eren se sobresaltó. Sus ojos permanecían inexpresivos, pero transmitían una fuerza increíble, una autoridad y un dominio de sí mismo difícil de encontrar, acompañados, o mejor dicho, casi fundidos con una bondad poco menos que infinita, una bondad que se concentraba empecinada en saber quién era aquél que lo miraba tan detenidamente desde el otro lado del embarque.

No tuvo que volver a mirarlo para saber que, al igual que ST Mark, el hombre de lentes gruesos y apariencia descuidada no necesitaba de llevar la autoridad investida en su ropa; la llevaba en la actitud, en el cuerpo y, sobretodo, en una mirada profunda como no había visto en un hombre...

Aunque era cierto que poco se concentraba en las personas de su mismo sexo. No solía mirar a los ojos a los demás hombres, un tanto por no desafiarlos – Siempre le habían dicho que su mirada era ardiente y altiva – un tanto porque le parecía incómodo verse reflejado en los ojos masculinos. No tenían ese brillo particular que tenían los ojos femeninos o los ojos de los niños; en vez de eso, tenían el resplandor opaco de los ojos de los ancianos.

Cuando se reflejaba en los ojos de un hombre, veía el reflejo no de sus pasiones sino de sus cualidades, y no el de sus gustos secretos sino el de sus hobbies; y aunque conversaba de mejor manera con los hombres – Después de todo, eran más simples, más directos y, en muchas ocasiones, más honorables e interesantes que sus mujeres de turno – No lo hacía mirando jamás a los ojos.

Además había otro detalle que le incomodaba. Los ojos de un hombre, en la gran mayoría de las ocasiones, transmitían una enorme carga de autoridad, poder, altivez, desconfianza, responsabilidades y dolores reprimidos que difícilmente encontraba en los ojos de las mujeres con las que se relacionaba.

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