Diálogo Segundo: De los gustos de Mao.

28 3 0
                                    


-Tendrías que verla. ¡Es hermosa!

Esta vez, la cita era en un café, algo poco usual en una ciudad tan "moderna" como Bogotá, La Ruidosa. Junto a la plaza frente a la Universidad del Rosario era nuestro lugar de encuentro. Las palomas se veían por montones, al igual que la gente. Un poco menos usuales, los transmilenios y las rubias transitaban por allí, sacando a los ojos de la monotonía tan pastosa que suele haber en esta ciudad a las nueve de la mañana. Escudado tras su café, me miraba fijamente.

-Es preciosa, sencillamente es eso - Siguió hablando, mientras mantenía el borde de la taza sobre los labios - Esos ojos, y ese cuerpo, y ese cabello rojo...

Esa mirada ensoñadora no se la había visto jamás. ¿Quién tenía el poder para cambiar a un hombre tan rudo, tan seco como Mao a esa versión tan... rosa? Más que una mujer, era lo que significaba para él poder volver a hablar con alguien así, y eso me tomó un tiempo descifrarlo. Pero, mientras yo lo pensaba y me metía el café entre pecho y espalda, él la describía. Labios rojos, cabello rojo, ojos negros, piel canela. Cuerpo delgado y esbelto. Y una sonrisa matadora que lo abordó un día que volvía a su casa...

-Hace mucho no sentía esa confianza, Tocayo - Sus palabras se fundían con el café, se hacían uno bajo la porcelana - Es como si me conociera de antes.

-Me alegra - Susurré bajo el café, al pensar que yo era tan tímido que hasta le temía un poco al mismo Mao - Me alegra que conozcas gente.

-¿Te digo lo mejor? - Sonrió, mientras su rostro esbozaba una mueca de deleite - Escribe. Y escribe de maravilla. ¿Quieres ver?

Tomé el papel, la hoja blanca que me alargaba con algo de curiosidad. Hacía ya tiempo que no me dedicaba a leer algo que produjeran las manos de las jóvenes y talentosas escritoras del círculo de Mao. La caligrafía fina, los trazos delgados, los espacios fluidos, las líneas precisas sobre el papel. El texto... simplemente una genialidad. Una prosa hermosa, desarrollada, con muchos elementos de escritores del Boom Latinoamericano. Mientras leía, contuve varias veces la respiración; el texto así lo exigía. Al alargarle la hoja, lo miré con la cara hecha un interrogante. ¿Porqué no me había hablado de ella antes?

-La conocí hace nada - Respondió tácitamente, mirando su taza vacía - Como dos semanas. Y estas dos semanas no te encontraba por ninguna parte. La Universidad te debe tener colgado del pito - Dicho esto, se echó a reír.

Reí con él porque, en el fondo, la Universidad me absorbía, me iba haciendo flaco de cuerpo pero sustancioso de mente. Y, por supuesto, me dejaba poco tiempo para escribir. A duras penas conseguía garrapatear los textos de la academia, y uno o dos de mi prosa. Cuentos cortos. Pero él, que era un lector empedernido, gustaba de esos fragmentos de mis manos, así los arrojara de buena gana al fuego después.

-¿Vamos a la Oficina? - Inquirió, levantándose - Te ves como un huevón con la taza de café vacía en la mano. Incluso casi tan imbécil como Mr. Bean,

Me molestó su comentario. Habíamos venido a hablar de su nuevo proyecto - En mi afán de periodista quería sacarle hasta el último detalle - Y no había podido ni siquiera esbozar una o dos líneas. Y me molestó más porque, a diferencia de las veces anteriores, había lanzado su puya con una voz tan calmada que sorprendió incluso a quién nos atendía, conocido de años con el pelinegro que ahora corría por la plazoleta detrás de las palomas.

Me resigné a seguirlo por los intricados caminos que tomaba por el centro rumbo a su oficina. Ascendíamos hacia el Chorro de Quevedo, dábamos una o dos vueltas, nos dejábamos caer por la Salle y volvíamos a subir al Eje Ambiental, a la Circunvalar, a las primeras calles de La Perseverancia. Escogía caminos erráticos, difíciles de desembrollar, mientras exploraba desde distintos ángulos esas calles y las asociaba con su pupila. Nos detuvimos frente a la vieja construcción de Leo Kopp. La analizó por un segundo, perplejo de verse parado frente a la planta cervecera más antigua de la ciudad y no frente al edificio que albergaba su lugar de retiro diario.

-Disculpa - Me dijo cuando se giró hacia mí, sonriendo - Me dejé llevar. Simplemente seguí el rastro de su cabello, rojo como el hilo del destino.

Comprendo - Musité, mientras comenzaba a caminar hacia el Parque Nacional, a una buena distancia de donde nos encontrábamos. El Hilo rojo del Destino... una creencia así en un cerebro como el de Mao me dejaba desconcertado. Y es cierto que logra desconcertarme vez tras vez. Que no puedo seguirle bien el hilo, salvo cuando está plasmado el papel. Que es un tipo acostumbrado a asombrarse y a asombrar. Pero esto... sólo significaba algo. Mao estaba enamorándose de una escritora. Y enamorarse de una escritora es enamorarse de una cantaora de metáforas; él también es un cantaor de metáforas e hipérboles. Y, como diría Milan Kundera, las metáforas son peligrosas. El amor puede nacer de una sola metáfora.

Diálogos: Vivencias de un EscritorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora