Diálogo Tercero: El abismo de la ruptura.

23 3 0
                                    



-Vale la pena preguntar... ¿Qué motivó este café, Mao?

El silencio se hizo pastoso, tenso, podía sentirse flotando en el aire del Café. Se notaba en las sutiles sinuosidades del humo de la taza y de los cigarrillos, en la respiración calmosa pero afiebrada del escritor, que permanecía mudo, mirando fijamente la taza de café. Sus ojos estaban ausentes, así como su mente; y aunque hubiera aprendido a conocerlo y supiera que había mil y una causas para ese alejamiento del mundo, quería encontrar la precisa, la única de hoy, la que de cierta manera lo había obligado a abandonar su confortable estudio, llamarme en medio del último día de Noviembre para tomarnos un café.

-No he bebido ni una gota - Susurró, mientras dejaba el café sobre la mesa y apretaba sus manos temblorosas - No puedo. Simplemente no puedo tomar café.

-Ya lo había notado - Murmuré, dando un sorbo tímido a mi propia taza - Hoy no eres el Mao de siempre. Hoy pareces... te pareces a mí.

-Quizá he empezado a entender que somos uno - Rió, y sus dientes amarillentos por el tinto y los cigarrillos de toda una vida parecían brillar como el bronce - Y he comenzado la transformación.

Las últimas palabras me habían dejado atónito. Ese, el Mao escritor, galán, con dinero y fortuna, dueño de una de las mejores vistas del centro de Bogotá, estaba distinto. Demacrado, si podía decirse. No nos veíamos desde varios meses atrás - desde la entrevista con aquella pupila que lo había enardecido no sólo con su físico sino también con su prosa - Y tenía una imagen terriblemente distinta de él. Ahora no era más que un hombre hundido en unos pensamientos extraños y en una situación que nadie, ni siquiera su amiga más cercana, esperaría verlo...

-Incluso he dejado de escribir - Dijo, y por fin bebió su café - No hay maneras de encontrar la inspiración, no hay ninguna forma con la que yo pueda sacar de mí esas excreciones mentales que me pusieron en el podio de las librerías. Cuando la hay, es lúgubre y sombría... me deprime, deprimirá a quién la lea. Sólo el fuego sabe cuantos manuscritos han pasado por sus manos en estos once meses...

-No puedo creerlo - Gruñí, con la taza de café frente a la boca - No puedo creer que dejes de escribir. ¿Culpa de la pelirroja que me comentaste hace once meses?

-Si y no - Respondió secamente, bebiendo lo que quedaba de café de un sorbo y dejando la taza con estrépito sobre la mesa - Ella se ha ido, con mis ganas de escribir y con muchas cosas. Me hice dependiente, ¿Sabes? Yo, el adalid de la libertad y del libertinaje, me dejé atar. Me siento como un halcón de príncipe. He tenido yo la culpa...

Se levantó, pagó los cafés y salió, sin sombrero ni sombrilla, a la Plaza del Rosario. Salí tras él, y noté que levantaba el rostro hacia el cielo. Dejaba que las gotas de lluvia mojaran su rostro, bañaran su alma, se dejó limpiar por esa lluvia que al parecer lo bendecía. Gimoteó. Atrajo sus manos hacia su pecho en un gesto que yo conocía, un gesto que era mío; uno que reflejaba la más profunda e inmensa soledad...

-¿Estás llorando? - Le pregunté, cuando se quedó como suspendido en medio de la plaza, mirando al cielo - ¿Por una mujer?

Se giró pacientemente hacia mí, sonriente. Con una sonrisa mordaz y fulminante, que me reveló que había vuelto a ser el mismo de hacía once meses.

-Para qué llorar, pendejo - Me miraba con sorna, pero con tristeza a la vez; intentaba superarla y superarse, hacerse un rollback actitudinal, sentimental, emocional y mental - Para eso está la lluvia. Vamos a la Oficina. Quiero uno de tus cafés.

Cogimos séptima abajo,mientras saltaba entre los charcos y perseguía a las pocas palomas que no se habían refugiado. Yo, con el paraguas en la mano, sin usar, y con el sombrero en la cabeza, como un adorno superfluo, sólo podía pensar en que aquél hombre tan niño había afrontado por fin algo que no le había tocado; entendí que tenía miedo, un miedo que yo podía entender, porque yo llevaba sobre los hombros la misma carga que hoy se le presentaba a él... Tenía miedo de seguir caminando sólo...

Diálogos: Vivencias de un EscritorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora