Diálogo Sexto: Decisión.

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Andábamos con ese hombre por el Centro que tanto nos gustaba a los dos. Ese Centro tan ajeno a nuestros anhelos más profundos y en que, sin embargo, nos sentíamos a gusto, como dos niños pequeños que descubren un parque oculto o dos demiurgos que abren sus manos a la creación de un universo nuevo; aunque, para ser sinceros, nos sentíamos más como cronistas, como detectives, cazando en nuestro camino azaroso una y mil historias.

La bulla, la música que provenía de uno y cien lugares a la vez, la belleza de las transeúntes, la mística del cielo empotrado de cientos de nubes que se hacían naranjas con el pasar de los minutos, los miles de olores que circulaban por la tan conocida Séptima. A eso se sumaban dos hombres, dos hombres de negro, que habían dejado el automóvil parqueado en algún callejón de los alrededores y habían decidido impregnarse de aquél ambiente de ciudad vieja y que, sin embargo, parecía rejuvenecerlo a uno por dentro.

Fumábamos, aunque el primer cigarrillo se había agotado hacía ya un buen rato y ya transcurría el tiempo del tercero, agarrado a su efímera vida mientras él dirigía sus ojos al cielo. Por más extraño que pudiera parecer, aquél hombre tan fuerte que sabía pararse de los golpes más rudos que yo conocía en cuestión de dos semanas no había logrado superar el golpe que significaba haber perdido, para siempre, a la mujer que me abrió a mí las puertas a su mundo.

Habíamos ido a visitarla a su última morada, y me parecía increíble siquiera verle discurrir una lágrima por sus mejillas siempre secas. Me parecía tan extraño, tan poco común, que se mantuviera allí en silencio, orando, mientras las lágrimas se descolgaban una a una. Se puso de pie después de un rato. Caminó, en total silencio, hacia su carro, bajó los seguros y emprendió un camino directo, sin escalas y sin paradas, hacia el Centro.

Estaba mudo desde la mañana. Me había llamado para que lo acompañara en este momento, y lo único que dijo en todo el día fue el saludo, al menos hasta ese momento. Me asombraba su mutismo. Se había abierto tanto conmigo, y de repente verlo así...

-Creo que nunca superaré este tipo de pérdidas, Mao - Me dijo, mientras miraba fijo al cielo y sacaba el cuarto cigarrillo del día - Mírame. Van cinco meses de eso. Y sí, Sigo llevando mi vida como si nada, sigo saliendo con mujeres, sigo siendo el Adonis del s. XXI. Pero... Mao, créeme si te digo que nada es igual. Mi vida no me enorgullece ahora, me pesa. Y me pesa porque no puedo verla sonreír.

Lo miré atónito. Palabras así sólo las había escuchado cuando una persona se había separado sentimentalmente de otra, en el marco de una relación de pareja, quiero decir. De sólo pensar que esos dos... No, no era posible. Caracteres tan dispares y una amistad tan firme dejaban fuera esa posibilidad, al menos en mi esquema de cosas. Mao me miró con esa cara de simplicidad con la que miraba siempre al mundo y aspiró su cigarrillo.

-No, no es lo que crees. Y pienso que ya deberías entenderlo. En mi esquema de cosas, las parejas valen muchísimo menos que los amigos, los amigos de verdad. O sea, esas tres o cuatro personas que se convierten en tu núcleo, en tu círculo más íntimo; van después los cariños, luego los amigos comunes, luego conocidos... - Aspiró muy hondo - Perder personas de ese núcleo se me hace inadmisible. Ya perdí dos, con ella. De ahí para abajo, puede irse el que quiera... Todos son reemplazables. Pero ellos, los del círculo íntimo... Son irremplazables.

Ya habíamos llegado al edificio donde quedaba su lujosa oficina. No saludó a nadie camino al ascensor; recordé que, al principio, lo hacía con una amabilidad increíble para un tipo tan distante. Entró, se quitó los zapatos. Empezó a fumar de nuevo, mientras yo preparaba dos cafés. Cuando se lo llevé, miraba al techo mientras seguía con la mirada las líneas que dibujaba en el techo el humo del cigarrillo.

-Ni creas que eso me acaba - Pensó en voz alta, mientras dejaba ir el humo de su vista - Antes me da fuerzas para seguir como voy. Los que se van... Su fuerza está conmigo.

Se paró y recibió el café. Sus ojos volvían a brillar como ya los había visto una vez, hace casi un año. Le tomé por el hombro mientras lo miraba a los ojos.

-Si te da fuerzas, vuelve a ser el mismo que eras cuando ella estaba aquí - Murmuré, mientras me temblaba la mano - No es...

-No volveré a ser igual jamás - Respondió, palmeándome la espalda - Sabes que jamás echo atrás un paso que ya di.

Diálogos: Vivencias de un EscritorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora