El suave e hipnotizante oleaje invadía de paz a quienes se daban el tiempo para escucharlo, para observarlo y disfrutarlo. Reflejando la imponente luna llena, el mar estaba calmo mientras aquellas dos personas nadaban ocultos en la oscuridad, riendo continuamente y suspirando hasta quedar flotando, olvidándose de todo a su alrededor, de la miseria que se veía en cada una de las pequeñas y polvorientas calles o en las casas que había en la costa. Claro, todas las casas exceptuando unas cuantas de los privilegiados, de los vencedores.
La vida ahí no era mejor que en otros lados, al menos no igual a los otros once distritos (debían exceptuar al Capitolio). La mayoría de los habitantes de aquel distrito nacían y llegaban a la tumba siendo simples trabajadores del mar, teniendo de conformarse con comer lo suficiente para no morir, pero soportando muchas veces el hambre más de un día. El hecho de estar en un sitio tan hermoso como lo era la costa, lograba relajar a los pobladores. Quizá las distracciones no saciaban el hambre o el frío, pero al menos lo hacían más llevadero.
El apuesto joven emergió finalmente, acercándose hacia la muchacha que flotaba bocarriba y parecía estar en otro mundo. Al ver la serenidad en el rostro de su compañera, una sonrisa pícara alumbró su rostro al tiempo en que volvía a sumergirse. Nadó de tal forma que parecía ir en conjunto a las olas, como si fuera una más entre las tantas que chocaban contra las piedras, pero él se detuvo unos segundos a centímetros de quien dormía, para luego alargar sus brazos y empujarla hacia abajo.
Broma lograda. La joven salió de su ensimismamiento para poder salvarse de lo que sea que la quisiera ahogar. Braceó intentando salir a la superficie. Por el miedo momentáneo que sintió ni siquiera abrió los ojos para ver bajo el agua, con ayuda de la luz de la luna, qué era lo que la sostenía así, pero al notar que la soltaban sacó su cabeza para respirar y buscar al autor. Ahí, saliendo también a tomar aire, pudo mirar recriminatoriamente a Finnick, quien reía a carcajadas a unos metros de ella.
—¿Qué pasó, Annie? ¿Te desperté? —preguntó el muchacho acercándose a ella entre risas—. ¿Annie? —llamó mientras la observaba nadar hacia la orilla, se apresuró a seguirla—. ¿Annie? Espera… ¡Annie!
—¡Buenas noches! —masculló la aludida.
Salió del agua y caminó con dificultad sobre la arena, sintiendo cómo el suelo intentaba botarla a cada paso que daba. Se colocó sus pequeñas sandalias a la vez que escuchaba el trote de su amigo, el cual seguía sin poder dejar de reír. Cruzó sus brazos sobre su pecho y se dirigió presurosa en dirección a su casa, pero una gran mano le tomó por el brazo con cierta brusquedad no intencional, para luego sentir aquellos musculosos brazos rodeando todo su torso, siendo detenida por completo ante la fuerza del agarre.
—¿Te enojaste? —la voz de Finnick evidenció cierta preocupación, omitiendo por completo el tono burlesco. Se aclaró la garganta, para luego hablar seductoramente—. ¿Annie?
—¿Usando ese tono conmigo, Odair? —rió la chica girándose entre sus brazos—. No te resulta y lo sabes.
—¿Ves? —sonrió Finnick con suficiencia—. Sí sirve, te hice reír… significa que no me odias ni nada.
Annie negó con la cabeza mordiéndose el labio inferior delicadamente. Rodó los ojos.
—Solamente vamos a dormir, ya es tarde y mañana…
—Mañana —suspiró Finnick separándose y comenzando a caminar. Escondió sus manos en los bolsillos de su pescador, la única prenda de vestir que lucía—. Mañana —musitó.
El sol inundó su acomodada habitación, llenando de luz hasta el último rincón de ésta. Arrugó notablemente los ojos, como si de aquella forma el día se transformaría nuevamente en noche. Logró estar unos segundos más así, empezando a adormitarse hasta que percibió que la puerta de su recámara había sido abierta y cerrada con delicadeza. Escuchó unos pasos sigilosos cada cierta cantidad de segundos, no querían despertarlo de improviso; o tal vez todo lo contrario, como pudo comprobarlo al poco tiempo.