Capítulo trece

67 14 5
                                    

-¿Por qué lo has hecho?- pregunta  

Miro las pinzas que me ha quitado y que ahora están sobre la mesa

Ahora miro el corte en mi muñeca

Y ahora a ella

-Mi mamá decía que quitarle las cosas a la gente está mal- le reprocho

-¿Decía? ¿Ya no lo dice?- pregunta con curiosidad

-No

-¿Por qué no?

Cuidado, es una pregunta trampa

¿Cómo que una pregunta trampa?

Es una psicóloga, Leila. Todo lo que diga tendrá un doble sentido, así que ten cuidado con lo que cuentas.

-Porque... porque no existe.

-¿No existe? ¿Y qué me dices de la mujer que te ha llevado en su vientre durante 9 meses?

-¡Ella no es mi madre!- exclamo indignada

¿Cómo puede decir algo así?

¿Cómo puede creer que esa traicionera rata aliada de los girasoles es mi madre?

-Entonces, ¿quién es tu madre?

-Yo no tengo madre

-Pero antes has dicho que tu madre de dijo que quitarle las cosas a los demás está mal.

-Porque antes tenía madre

-¿Y por qué ya no?

-Porque esa estúpida embustera resulto ser una farsa, un engaño, una pantomima. Dejó de ser mi madre para ser la dueña de los girasoles...

Leila, para. Te vas de la lengua.

-Ella debía amarme, quererme y cuidarme. Yo era su hija, su vida. Debía anteponerme ante todas sus necesidades ¡Pero no lo hizo! Ella nos hizo daño del peor modo posible

¡Leila! ¡Cállate! ¡Has hablado demasiado!

Me muerdo la lengua viendo mi gran error.

Ella solo me mira y asiente, alentandome a seguir

La voz, a la que a partir de ahora llamaré Susan, empieza a recriminarme lo tonta que soy.

-¿Y que hay de tu padre?

-Él si que era bueno, me cuidaba y me amaba. Él era todo un héroe. Él me entendía. Pero él también es malo. Me dijo te todo iría bien. Me hizo promesas, ¿sabe? Y las promesas jamás deberían romperse. Pero por alguna razón no me puedo enfadar... ¿por qué no puedo enfadarme con él si fue un mentiroso que no cumplió con su palabra? ¿Por qué siento que aun lo quiero pero a la vez lo quiero? ¿Por qué se fue después de decirme que no se iría?

¡Leila! ¡Leila! ¡Leila!

Susan grita mi nombre.

Cada vez lo hace más fuerte.

Llevo mis manos a la cabeza.

Cierro los ojos.

Me tiro de los pelos.

Grito.

Y ella grita aun más fuerte.

¡Cállate!

Se calla.

Abro los ojos.

Estoy en un campo de girasoles.

Resplandecientes, brillantes y amarillos girasoles.

Y lloran.

Lloran conmigo.

Me tiro al suelo de rodillas y me llevo las manos al corazón.

Duele, latir duele.

Escucho voces, susurros que murmuran mi nombre.

Aparece aquella mujer que se supone que debería ser mi madre.

Y que luego hizo cosas que jamás deberían haberse hecho.

Ríe.

Ríe de esa horrible manera que unos años atrás.

-Vendré por ti, Leila. Recuerda que eres mía.

Acerca sus dedos a mi corazón.

Duele, su toque duele.

-Recuerda que tu sangre es mi sangre.

Lloro.

No quiero que sus dedos me toquen.

No si antes han tocado girasoles.

No si están manchados de sangre.

-Y recuerda que si yo quiero, puedo llevármela.

Los girasoles gritan con horror.

¿Por qué grita si la que muere soy yo?

Pero aun así no hacen nada.

Solo miran como simples espectadores.

Obedeciendo a la primera jardinera que mi jardín tuvo.

A la mujer que alguna vez fue mi madre.

A su dueña, porque después de todo ella siempre fue eso:

La dueña de los girasoles.
 

GirasolesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora