Prólogo

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El celador entró en la habitación acolchada de Leila para servirle el desayuno.

La bandeja que sostenía cayó al suelo a la vez que sus ojos se abrían con sorpresa y espanto.

Leila se encontraba tumbada en el suelo, sus mejillas estaban pálidas y frías y sus labios violáceos se curvaban en una escalofriante sonrisa manchada de sangre.

Sus ojos destellaban arrepentimiento y tal vez victoria al haber conseguido su propósito.

Su pecho subía y bajaba pesadamente, forzando a los pulmones a respirar.

Si no conseguía asistencia médica rápidamente, la chica moriría, pero sus pies parecían haberse anclado al suelo.

La mirada del hombre se dirigió a la esquina de la habitación, donde se encontraba la camisa de fuerza rota y deshilada, para luego pasar a las manos de Leila, manchadas de la sangre que aun brotaba de sus muñecas.

Había cogido un trozo de metal de las correas para hacerse esos profundos cortes.

El celador pareció recuperar la movilidad.

Se acercó rápidamente hacia ella y seguidamente se arrodilló a su lado.

Leila no pareció inmutarse ante la presencia de aquel hombre, en cambio sonrió lo más que pudo.

-Los girasoles son malvados. Egoístas. Perversos. Cobardes. Crueles. Anormales. Y encima estúpidos- susurró mientras la risa se escapa de sus labios para luego apagarse.

Su pecho dejó de subir y bajar, la vida abandonando su inerte cuerpo.

Los ojos que alguna vez destellaron vivacidad, ahora se encontraban apagados y sin brillo, completamente abiertos al igual que los de aquellas personas que vio morir.

El celador miró horrorizado el mensaje escrito en la pared sin comprender nada de lo que había pasado.

He acabado con el girasol.

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