-16-
Una densa bruma envolvía al Nuestra Señora de Atocha desde hacía rato y nadie sabía lo que había pasado con Sebastián. Hasta entonces sus marineros se mantenían asustados a la espera de las órdenes de Carmelo Cirené, pero el timonel Manuel exhortó a sus compañeros a abandonarlo.
-Aquí no hay vida, esto parece un cementerio, mejor bajamos la chalupa y nos acercamos al otro barco, donde seguro nos recibirán por lo de la ley del mar- dijo con mucho nerviosismo, mirando desde el puente de mando, de un lado a otro, como tratando de ubicar el paradero de Carmelo que antes de la llegada del brumal lo había visto en la cubierta andando y desandando sus pasos.
Pero en aquel lugar y en aquel momento el joven inquisidor solo pensaba en el hundimiento del San Jorge y a pesar de haber visto que la embarcación parecía ser triturada por la gigantesca serpiente y parte de sus velámenes destrozados, lo primero no ocurría. El perseguido y sus gentes aún estaban allí y lo más preocupante para él era que no sabía nada de Sebastián y ni siquiera podía contactarlo mentalmente.
Pocos momentos después su cuerpo comenzó a chuparse, como cadáver en estado de desecación; su piel se convirtió en un cuerero inmundo sostenido por sus huesos, ahora casi transparentes, con sus coyunturas nudosas, y todo encorvado comenzaría a hacer malabarismos con sus manos para poder sostenerse los pantalones mientras que el resto de la ropa se le movía de un lado a otro de lo anchurosa que le quedaba. Caminó sollozando hasta hallar la entrada a la bodega más profunda, desde la cubierta inferior hasta la quilla, y allí si se echó a llorar en un oscuro rincón sabiendo ya que su plan B había fallado y que su fiel sirviente estaría muerto, porque estaba recibiendo el castigo de Satanás. Lo hizo de tal modo que sus lágrimas salían a borbotones y al caer en su piel, sin darse cuenta, le iban devolviendo la tersura de su juventud.
-Pobre Sebastián, por mi culpa está muerto, nada de lo que hago sirve- balbuceaba con la cabeza gacha, su cara entre sus manos y la mirada fija en los baos que apoyaban a las cuadernas.
-No lo creas, me has sido muy útil hijo mío– escuchó la voz que supuso era la de su mentor, que le hablaba lacónicamente, sin estridencia, y pudo comprobar que se encontraba a su lado, echado como él estaba, de la manera como dos jovenzuelos se contarían sus cuicas, pero no quiso mirarlo a la cara.
-Fracasé en esta misión, esa es la verdad– decía, continuando con la cabeza gacha.
-No te atormentes, para mí todo salió tal y como lo había planificado.
-¿Y cómo es eso?- le preguntó, ahora sí mirándole el rostro que para su sorpresa era de lo más agradable, tan paternal que solo faltaba que reclamara respeto filial.
-Bueno, hijo mío, demostraste valor y pundonor porque no dudaste en utilizar todo lo que estaba a tu alcance para destruir a las brujas, inclusive de la que estás enamorado, y te viste fantástico al imaginar y ejecutar afanosamente tantas tretas para lograr tus propósitos. Todo digno de un estratega en potencia.
-Pero no triunfé, mi señor, aún están allí en ese barco que puedes mirar al frente- le replicó.
-Pero ese barco está a punto de naufragar y los instrumentos para mi destrucción que esas mujeres guardan, sucumbirán con él, se quedarán en el fondo del mar; en cuanto a ellas, a esas brujas malparidas como las llamo, a veces hay que sostener el equilibrio entre el bien y el mal. Ellas hicieron uso de un arma que yo no había previsto, me exorcizaron al bueno de Sebastián y los demonios lo abandonaron perdiendo su inmenso poder y murió por la gran herida que le causaron en la cabeza. Actuamos a la par, como cuando mi hermano Cristo visitó los infiernos por tres días y salió airoso porque como Él lo dijo, su reino no es de este mundo y lo dejamos ir, por eso no te desanimes porque aún tenemos mucho trabajo por realizar. Además, recuerda siempre que la vida es una falsía.
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BARAKA, EL PERDÓN DE LAS BRUJAS
Historical FictionUn grupo de mujeres con portentos maravillosos comienza su desventura en pleno apogeo de la Santa Inquisición española en el siglo XVII, al tratar de huir de lo que sería una muerte tan segura como horrorosa: la hoguera. A lo largo de tres siglos n...