Se desgañitaba Sebastián diciéndole a los rapiegos que se callaran cuando el carromato entró al mismo puerto de donde salió Juana. Carmelo Cirené iba al frente montado en su caballo, vistiendo su colorido uniforme de capitán de la Inquisición.
-Sebastián, ubícate en algún callejón que te espero en esa taberna- le dijo descendiendo del animal y entregándole las riendas.
-Y que las bestias mantengan silencio- le recordó.
Habían llegado anocheciendo y sabían que los escapados pernoctaron en esa villa portuaria, porque su Amo lo confirmó. Sebastián acomodó el carromato y vio que varios perros alborotaban un basural cercano. –Ya tendrán comida– dijo pensando en los seres del inframundo, y apenas dio unos sigilosos brincos y ya tenía en sus manotas tomados por el cuello a sendos canes, los cuales estranguló en instantes, lanzando después sus cuerpos a los rapiegos que los engulleron en un dos por tres. –Ahora no se conforman con la sangre sino que hasta los huesos devoran- comentó para sí cuando los vio descuartizando a los animales.
Ya Carmelo había averiguado quién era el responsable de la compañía naviera y sin mucho formulismo se fue directo a donde se encontraba Don Disantos de Olivera, en la taberna-posada, en el fondo del local, en su mesa de costumbre, libando vino, sacando cuentas en un cuadernillo y bajo la mirada vigilante de sus negros.
-Don Olivera, con mucho gusto, soy el capitán Carmelo Cirené, de la Santa Inquisición y busco información sobre un grupo de mujeres, brujas, que según he averiguado, han salido de este puerto con rumbo desconocido, ¿puede ayudarme? –le dijo respetuosamente, extendiéndole la mano.
El portugués se le quedó mirando de arriba abajo y por el gesto que hizo no se impresionó en nada por las palabras del joven. Lo dejó con la mano abierta. Bajó la mirada, siguió concentrado en su cuadernillo y solo dijo sin alzar la voz:
-Debe saber que hay muchas maneras de salir de un puerto y no solo por la legal.
-Pero debe saber también que muchos lo vieron negociando con extrañas- le espetó Carmelo.
-Yo converso con mucha gente- levantó la vista y se le quedó mirando-, y por lo que pregunta, ¿cómo voy a saber si alguien es bruja o no? Además, usted no tiene jurisdicción militar; en este reino ya no obedecemos a los españoles, salvo alguna relación religiosa.
-Tiene razón, pero le recuerdo que actúo bajo las órdenes del Santo Oficio, y yo si sé cuándo alguien me miente y usted está mintiéndome.
Disantos se creyó ofendido y quiso poner fin a la conversación por lo que solo viró los ojos a sus fámulos, como ordenando que atacaran y estos dedujeron la señal y pretendieron arrojarse sobre el capitán, pero Sebastián apareció de la nada y sus toscas y grandes manos se apoderaron de las gargantas de los fornidos negros que empezaron a “patalear”, y a mover los brazos, hasta que desfallecieron.
Carmelo entonces, reaccionó con mucha furia, orientando todo su pensamiento sobre la mente del portugués cuya cara redonda y rosada se fue poniendo colorada, con las venas de las sienes sobresaliendo, casi a punto de reventar. El hombre abría la boca desmesuradamente, como buscando aire y casi estaba por caer al suelo cuando el capitán le preguntó con voz gritona:
-¿Entonces, me dirás la verdad o te estallo la cabeza?
El obeso lusitano movió sus brazos como señal de querer hablar y luego, al sentir que la presión disminuía, pudo decir carraspeando: “sí, sí vamos a hablar”. No ocultó su miedo por lo que le acababa de ocurrir y tampoco lograba entender cómo alguien puede tener un poder así de extraño. Todo el cuerpo le temblaba, y un sudor muy frio bajaba por su frente y se le metía por el cuello de la camisa la que empezó a mostrar pedazos empapados. Se aflojó desaforadamente el corbatín que lucía para poder así respirar con desahogo y en esa situación, que nunca imaginó, lo que más deseaba era salir corriendo.
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BARAKA, EL PERDÓN DE LAS BRUJAS
Ficção HistóricaUn grupo de mujeres con portentos maravillosos comienza su desventura en pleno apogeo de la Santa Inquisición española en el siglo XVII, al tratar de huir de lo que sería una muerte tan segura como horrorosa: la hoguera. A lo largo de tres siglos n...