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La punta del alfanje penetró casi hasta el hueso y le fue cortando la piel de la frente de una sien a la otra, pero Al Kalil ni cerró los ojos ni exclamó un susurro siquiera. Sentía que su sangre le bruñía el rostro ya cubierto de arena del desierto y bajando los ojos, veía cómo se desparramaba raudamente en su chilaba blanco que cambiaba rápidamente de color, pero atado de pies y manos como estaba y obligado sobre una silla, nada ganaba con gritar. Se había acostumbrado tanto a largas jornadas de ayuno y oración para enfrentar los demonios, que la de ahora no sería tan diferente salvo el tormento físico. Y seguro que lo seguirán trozando. Ahora su trinchante movió la hoja de acero que resplandeció a la luz de una lamparilla dejando ver tracerías muy bien labradas y comenzó a hundirla en los carrillos y prosiguió tasajeando los brazos; luego la bajó hasta el pecho para cortarlo en cruz, de lado a lado, arriba y abajo, y con este último movimiento tocando con dureza, como si reamolara la ya afilada hoja, el ternilloso esternón, incrementando así el dolor que ya resultaba insoportable. Pero Al Kalil creía estar en mejor posición que Esteban, al que apedrearon hasta morir, el primer mártir del cristianismo. Por lo menos no lo estaban desollando vivo como habían amenazado sus captores, cuando lo sorprendieron saliendo del templo de Alejandría y lo llevaron a la cueva donde lo tenían ahora para que dijera dónde guardaba las cuartetas de Isaías que poseían el secreto para enterrar las legiones del Abaddón, sencillamente al propio Exterminador, a "la cola del dragón" de las criaturas infernales. Y una de ellas lo tenía en esta situación, en ese querer morir antes de traicionar, en ese llorar de dolor pero sin gritar, y lo buscado, lo largamente preguntado desde que se apoderaron de su cuerpo, para alegría de su ascendencia, estaba enterrado en otro lugar, en las nuevas tierras del cristianismo más allá de las Columnas de Hércules. Las habían asegurado en hojillas de plomo y guardado en arcón de plata, con el dedo con el cual Juan el Bautista mostró al Salvador del mundo, medallas de Munda y tierra sagrada del pie de la Cruz del Gólgota, por mil quinientos años, pasando de generación en generación hasta llegar a los Enríquez, de España. Ahora Al Kalil, a punto de morir, encomendó su alma al Señor y declamó a Isaías con voz agonizante, dirigiéndola a la presencia, a lo que sabía estaba allí, en la semioscuridad, percibiendo sin miedo los dos carbones encendidos que por ojos tenía la figura infernal que miraba al frente: "¡Cómo has caído del cielo, oh Lucifer, hijo de la mañana! ¡Cómo te has venido al suelo, tú que debilitaste a las naciones! Pues te dijiste en tu corazón, me elevaré a los cielos, exaltaré mi trono por encima de las estrellas de Dios: me sentaré también en el monte de la asamblea, en la parte del Norte; subiré más allá de las alturas de las nubes; seré igual que el Altísimo. Sin embargo, serás arrojado al infierno, a lo profundo del abismo".
Y sin perturbarse por lo escuchado, Satanás, porque tenía poder para matar, consumió en fuego el cuerpo de Al Kalil antes de que pudiera despedir su último aliento.
- Hay que convertir a otro más débil que lo que era este para que me traiga esa arquilla- dijo-, y con solo un gesto, enseguida sepultó la cueva. Las cenizas del nuevo mártir se unieron con la tierra. "Polvo eres y en polvo te convertirás".
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BARAKA, EL PERDÓN DE LAS BRUJAS
Ficção HistóricaUn grupo de mujeres con portentos maravillosos comienza su desventura en pleno apogeo de la Santa Inquisición española en el siglo XVII, al tratar de huir de lo que sería una muerte tan segura como horrorosa: la hoguera. A lo largo de tres siglos n...