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Carmelo Cirené se sorprendía cada día con los poderes que iba obteniendo del diablo. Nunca se imaginó que lo que deseara hacer o tener se le concretara con solo quererlo por lo que en buena compensación no le importaba que su mentor lo enviara a cumplir cualquiera misión en cualquier parte del mundo y esforzarse en ejecutarla con denuedo como una manera de servirle con fidelidad, por lo que invariablemente estaba presente en intrigas de poder, en planes de guerra, invasiones, conspiraciones, asesinatos y, por supuesto, en acciones escandalosas de renombrados hombres y mujeres, pero sin olvidar el incesante trabajo de achicharrar a las brujas; pero su soberbia se enfrentaba a su malestar interno porque increíblemente solo una cosa se le había negado: el amor de Juana, y cuando pensaba en ella buscaba la mejor manera de sacarla de su mente en la creencia de que el diablo podía enterarse y simplemente castigarlo con lo que se le ocurriera. Pero un día en que recordaba que ya había pasado como un año de la conversión del corpulento Sebastián en un fantástico endriago, quiso saber si en verdad el San Jorge había naufragado como advirtió su preceptor y se fue a otear a un pozo cercano y al abrir las aguas, lo hizo de tal modo que lo que estaba viendo no era al malogrado sirviente sino a la propia Juana, que sentada sobre un pequeño muro bajo frondosos árboles tenía en su regazo a una criatura de pocos días o meses de nacida. ―«Está viva»― se dijo, pero ni siquiera tuvo tiempo de reflexionar sobre las circunstancias de esa visión, cuando su protector lo tocó por el hombro y casi le susurró al oído una inquietud de la que sospechaba desde mucho antes de escogerlo como su discípulo, pero se lo dijo de manera más que humillante, agresiva:
—¡Aún sigues enamorado de esa malparida!
El diablo, que esta vez se le apareció elegantemente vestido, con ancianidad de noble, con bien cuidada la blanquecina barba puntiaguda que surgía de su mentón, y mostrando relucientes sortijas con piedras preciosas en los dedos pares de sus manos, se le quedó mirando con sus negrísimos ojos y cuando Carmelo pensaba que iba a recibir una retahíla de insultos, el vejestorio elegante solo le dijo que ya la Santa Inquisición se estaba ocupando allá en la distancia de Juana y su gente.
—Me tomé la libertad de firmar a tu nombre un amplio informe de lo que hicieron esas malparidas brujas, para que las autoridades inquisitoriales en el Nuevo Mundo den cuenta de ellas, por lo que no tienes que preocuparte ni pensar más en por lo menos la tal Juana y ahora con su «adeodatus".
—Su qué...
—Su regalo de Dios, su engendro, su hijo, como lo quieras llamar. Y cuando te atrevas a pensar en ella, piensa también en todo lo que has logrado por mi intervención; por ejemplo, esta extensa propiedad, con lagos, tierras fértiles, decenas de siervos, y una residencia que ya desearían tener muchos nobles en este reino. Yo sigo cumpliéndote y demás está decir qué es lo que espero de ti.
—Por supuesto, mi amo y señor, yo nunca le contravendré.
—Creo que todo está lo suficientemente aclarado. Ahora, si quieres una respuesta de alguien que esté muy lejos, solo tienes que acudir a un cementerio y esperar al entierro del primer muerto de ese día y antes de que le caigan las primeras cucharas de tierra, prometerle una semana de candelilla, hacerle la petición y antes de que le sellen la fosa, tendrás tu respuesta. Y si no lo cumples tendrás a ese interfecto llorándote de por vida; es lo que te aconsejo. Te dejo, tengo, como siempre, muchas cosas por hacer.
Y desapareció, mientras Carmelo se preguntaba si los inquisidores de la América podrían vencer a una mujer tan poderosa como Juana y por qué su mentor no se interesó mas nunca por las reliquias que decía que ésta tenía, sus armas para destruirlo.
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BARAKA, EL PERDÓN DE LAS BRUJAS
أدب تاريخيUn grupo de mujeres con portentos maravillosos comienza su desventura en pleno apogeo de la Santa Inquisición española en el siglo XVII, al tratar de huir de lo que sería una muerte tan segura como horrorosa: la hoguera. A lo largo de tres siglos n...