Capitulo 3

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Me quedo mirando al recién llegado. Está claro que es un Garrett y no Joel, ¿pero quién? Ahora que le veo de cerca, con la luz que sale de mi habitación, me doy cuenta de que es distinto al resto de los Garrett —más alto y un poco más delgado; tiene el pelo ondulado y castaño, aunque de un tono más claro y con mechones que se vuelven rubios en verano.

—¿Por qué iba a necesitar que me rescataran? Estoy en mi casa, en mi tejado.

—No sé. Me ha dado esa impresión. Te he visto aquí y me has recordado a Rapunzel, la princesa esa encerrada en la torre, con todo ese pelo largo y rubio... ya sabes...

—¿Y tú serías? —Sé que soltaré una carcajada si responde que es el príncipe.

Sin embargo, en lugar de contestar, extiende la mano y dice: «Jase Garrett», como si estuviéramos en una de esas entrevistas que te hacen para valorar si te admiten o no en la universidad en vez de sentados en el tejado de mi casa de noche.

—Samantha Reed. —Le estrecho la mano; un gesto automático de cortesía a pesar de lo extraño de la situación.

—Un nombre muy de princesa —comenta con tono de aprobación mientras me sonríe. Tiene unos dientes blanquísimos.

—No soy ninguna princesa.

Me mira pensativo.

—Lo has dicho de forma muy rotunda. ¿Hay algo importante que deba saber sobre ti?

Toda esta conversación es surrealista. El hecho de que Jase Garrett sepa o deba saber nada sobre mí es completamente ilógico. Sin embargo, en vez de contestarle eso, me veo haciéndole una confidencia.

—Por ejemplo, hace un segundo quería hacer daño a alguien a quien acabo de conocer.

Jase se toma su tiempo para responder, como si estuviera sopesando sus palabras.

—Bueeeeeno —contesta finalmente—, me imagino que un montón de princesas se han sentido así en algún momento de sus vidas. Matrimonios concertados y todo ese lío. ¿A quién quieres hacer daño? ¿A mí? Porque puedo pillar la indirecta sin ningún problema. Solo tienes que pedirme que deje tu techo sin necesidad de romperme una rótula.

Estira las piernas y se pasa los brazos por detrás de la cabeza en un gesto que le hace parecer tan cómodo como si estuviera en su propia casa. A pesar de mi reticencia, le hablo sobre Clay Tucker. No sé muy bien por qué. Tal vez porque Tracy no está en casa y mamá está comportándose como una extraña. O porque hablar con Tim sería una pérdida de tiempo. O porque Nan está desaparecida en combate. O quizá sea por el propio Jase; por la forma tan despreocupada con la que está sentado a mi lado, esperando a que le cuente la historia, como si las inquietudes de una adolescente cualquiera le interesaran.

Da igual el motivo; el caso es que se lo cuento. Cuando termino nos quedamos callados un momento. Tras un rato en medio de la penumbra, Jase, con el rostro iluminado por la luz de mi ventana, vuelve a hablar.

—Bueno, Samantha... te presentaron a ese tipo y a partir de ahí todo fue cuesta abajo; razón suficiente para un homicidio justificado. A veces a mí también me apetece cargarme a alguien por mucho menos... No sé, extraños en el supermercado.

¿Estoy en el tejado con un psicópata? Me alejo un poco de él mientras continúa:

—Gente que se acerca a mi madre en cualquier momento, cuando está con todos sus hijos juntos y le dice: «¿No sabe que hay muchos medios para prevenir algo así?», como si tener una familia numerosa fuera... no sé... un incendio... y ellos fueran el servicio de protección forestal. O aquellos que le hablan a mi padre de la vasectomía y de lo mucho que cuestan las matrículas universitarias, como si él no tuviera ni idea. Más de una vez me hubiera encantado darles un puñetazo.

Caramba. Nunca he conocido a ningún muchacho, en el instituto ni en ningún otro sitio, que pase tan rápido de una charla intranscendente a otra importante.

—No hay que perder de vista a la gente que se cree en posesión de la verdad —reflexiona Jase pensativo—. Pueden llegar a aplastarte si te cruzas en su camino.

Recuerdo todos los comentarios de mi madre sobre la vasectomía y la universidad.

—Lo siento —murmuro.

Jase se endereza. Parece sorprendido.

—Mi madre dice que aquellos que creen que sus ideas son leyes universales solo deben producirnos lástima.

—¿Y qué piensa tu padre?

—Como yo. Al igual que el resto de la familia. Mamá es la pacifista. —Sonríe.

Desde la cancha de baloncesto nos llega un coro de risas. Miro por encima de mi posición y veo a un muchacho que agarra a una chica por la cintura, la alza para hacerla girar y después la deja en el suelo para atraerla hacia sí.

—¿Por qué no estás ahí abajo? —pregunto.

Me mira durante un instante, como si estuviera pensando qué decir. Al final responde:

—Dímelo tú, Samantha.

A continuación se levanta, se estira, me da las buenas noches y baja por el enrejado.

En la puerta de al ladoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora