IV

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Los problemas no tardaron en llegar.

Cuando estábamos juntos, eras encantador, eras el mismo hombre del que me enamoré, eras exactamente la persona que yo amaba. Pero cuando salíamos, cuando estábamos fuera, eras otro, eras una persona dominada por los celos.

Hoy tengo claro cuál fue el momento en que tuve que hacerte parar. ¿Recuerdas cuando fuimos a aquella fiesta que dio uno de tus amigos? Bailamos buena parte de la noche, pero llegado un momento me cansé. Confiaba en ti, y no tuve problemas en permitirte bailar con otra chica, una amiga tuya. Mientras estabas en la pista de baile, un amigo se acercó a mí, y charlamos. Fue solo unos minutos, de eso estoy segura. Pero tú te acercaste a nosotros con el rostro enfurecido, y le exigiste que se alejara de mí, que no tenía ningún derecho a hablarme.

Luego de eso estabas realmente enojado, y por todos los medios intenté hacerte sonreír, pero no lo hiciste. Otras veces ya habías estado celoso, pero no fue como ese momento. Se lo acarreé a los tragos. Hoy sé que, si te hubiera detenido en aquel momento, las cosas no habrían llegado tan lejos.

Recuerdo que esa noche estuvimos en la cama, y te portaste diferente. Más instintivo y menos sentimental. Hoy creo que intentabas demostrar algo —tal vez posesión, no lo sé— con aquel comportamiento.

¿Cómo no lo vi? ¿Cómo no vi todos tus intentos de demostrarme que eras tú, o no era nadie, que yo era tuya y de nadie más? Repetías una y otra vez que yo te pertenecía. Pero no me di cuenta lo serias que eran tus palabras, lo absolutamente convencido que estabas de eso. No me di cuenta que empezaste a verme como tu posesión, y no como la persona con la que compartías tu vida en esos momentos.

Luego volviste a ser el mismo, pero cada vez que dejábamos que el resto del mundo estuviera presente, discutíamos, y acabábamos en gritos. Pero lo arreglábamos. No con palabras, sino con besos. Y eso era todo para mí. Estábamos en un constante vaivén del que, aunque hubiera querido, no podía librarme.

Mi madre empezó a preocuparse realmente, y aunque para ese momento ya estaba en mis avanzados diecinueve años, vivía bajo su techo. Y ella dijo que no te aceptaba allí.

Propusiste una solución que acepté gustosa: nos fuimos a vivir juntos.

Hoy sé que eso no tiene ni pies ni cabeza, que convivir contigo —desde ese momento bajo el mismo techo— no era la solución. Pero, ¿qué importaba? Tú lo habías sugerido, y estaba emocionada ante la idea de despertar a tu lado cada mañana.

Mis papás me vieron partir con lágrimas en los ojos, pero no me importó. Ellos nos habían orillado a eso. Decidieron no pagar más mi universidad, y aquello casi me hizo dudar, pero dijiste que trabajarías duro para tenerme como una reina, y que en cuanto nuestras finanzas se arreglaran, me ayudarías a continuar con mis estudios.

No había forma de que yo estuviera sin ti. No había forma de que Camila y Abel no estuvieran juntos.

Y nada de eso te importó cuando me lastimaste. Nada de eso te detuvo. Nada de eso bajó el volumen de tu voz, ni de tus gritos.

No te importó que renunciara a todo lo que era importante para mí, por ti. Lo único que te importaba era quién se acercaba a mí. Dudabas de mí en cada momento, y yo en lugar de detenerte, de ponerle un alto a aquello, intentaba convencerte día a día que para mí eras el único.

Me destruiste, Abel. Me hiciste sentir inferior. Me volviste inferior. Solo bastaba un grito tuyo para callarme. Y solo bastaba un "lo siento" para que yo corriera nuevamente a tus brazos.

Lo disfrutabas, ¿verdad? Disfrutabas hacerme sentir tan dependiente.

Aunque a tu lado lloraba más de lo que reía, la idea de dejarte era aterradora. Solía decirme que un amor sin dificultades y tropiezos, no valía tanto como uno fácil. Nunca vi que el problema nuestro radicaba en que los tropiezos los poníamos nosotros, que los único culpables de aquel sufrimiento, éramos tú y yo.

Debí ponerle un alto a aquello, debí detenerte, pero vivir sin ti me parecía inconcebible.

Cuánto lamento no haber abierto los ojos en ese momento, Abel.

Me habría ahorrado muchas más lágrimas.

Camila.

Cada esquirla ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora