VII

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Dicen que las casualidades no existen, que todo pasa por una razón, y que lo que un día nos parece lo peor que podrá sucedernos alguna vez, tal vez mañana sea el hecho que más llegaremos a agradecer.

¿Lo planeaste ese día? No hablo de lo que sucedió después, sino de tu encuentro con aquella mujer. Recuerdo ese día con total claridad: fue el día en que desprendí la venda de mis ojos, fue el día que entendí que nuestra relación jamás iba a mejorar, y que aquello tal vez terminaría en muerte. Y por como se acumulaban los sentimientos en mi interior, estoy segura que la asesina habría sido yo, y no tú.

Me sugeriste que visitara a mi madre, y no dudé en hacerlo. Quería decirle que seguía siendo yo, la misma Camila, su hija, que yo no había cambiado, simplemente había conocido el amor... o lo que yo creía que era amor. Porque, contrario a lo que piensas, el amor no implica sacrificios, el amor no es perdonar cada ofensa y cada fallo del otro, el amor no es quedarte en un segundo plano y estar a la sombra del otro. El amor no es poner siempre las necesidades del otro antes que las tuyas. El amor es luchar de la mano del otro, Abel, como dos partes de un todo.

El amor no es todo eso que dijiste en el pasado. Y lo entendí aquella tarde.

Regresé a nuestra casa —¿o solo tuya?— antes de lo que creí, y te encontré allí, con ella. La llevaste a nuestra casa, a nuestro hogar. Te encontré con ella en la cama que compartíamos. Aún el día de hoy, me resulta difícil saber quién lo estaba disfrutando más.

Mi mundo se desmoronó ese día, Abel. Verte con ella me destruyó por completo.

Tal vez fue el encuentro con mi madre, o lo desesperada que me encontraba de aquella situación, de ese eterno sufrimiento en el que estaba sumida. No lo pensé. La saqué de nuestra cama y de nuestra casa así como estaba, completamente desnuda, y te enfrenté. Era difícil saber quién de los dos gritaba más, quién quería hacerse escuchar más. No entiendo aún cómo sucedió, ni si lo planeé o fue el calor del momento, pero en medio de nuestra discusión, te empujé.

Fue como si el mundo entero se hubiese detenido, a la espera de lo que sucedería a continuación. Me miraste con incredulidad, como si no acabaras de asimilar aquello. Y entonces lo hiciste.

Cerraste tu puño y me golpeaste en el rostro. Lo hiciste con tanta fuerza, que caí en el suelo, viéndolo todo rojo. No paraste, Abel. No te detuviste un sólo segundo. Fue como si estuvieras endemoniado, o algo similar. En cuanto caí, tus golpes se hicieron más fuertes, más dolorosos, y sentía que mi propia vida se escapaba de entre mis manos. No se necesitaba de mucha inteligencia para saber que de aquello solo podría salir inconsciente. O muerta.

No sé de dónde saqué el valor, o las fuerzas, pero en ese momento —cuánto lamento haber tenido que llegar a ese punto— entendí que era hora de largarme y no regresar. Corrí lejos de ti, Abel, lejos de ti y de tu ira.

No veía hacia dónde corría, pero escapé de ti.

Finalmente entendí que debía escapar de ti, y lo hice.

¿Te dolió, Abel? ¿Comprendiste en ese momento todo el daño que me habías hecho? ¿O creíste que volvería? Por lo que sucedió después, apostaría por lo último.

¿No te cansabas de ver mis lágrimas correr?

Camila.

Cada esquirla ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora