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Los meses pasaron y nuestras salidas juntos cada día eran más escasas, hasta que llegaron a su fin: eran insufribles desde el momento en que cruzábamos la puerta. Criticabas mi ropa, mi maquillaje y hasta mi forma de caminar. Decías que yo estaba esperando el momento oportuno para serte infiel, para dejarte.

¿Recuerdas los gritos, los insultos, y las palabras ofensivas que me decías? Yo sí. Todos y cada uno de ellos. A veces daba la impresión de que gozabas con mis lagrimas, que mi llanto era música para tus oídos. No parabas. Me recordabas una y otra vez que eras tú quien colocaba en la mesa casa centavo que entraña a nuestra casa, que eras tú quien pagaba mis facturas, y que eras tú quien me mantenías a mí.

Y ahí estaba yo otra vez. No te detuve. Dejé de salir, y cuando lo hacía, cubría la mayor parte de mi cuerpo. Intentaba tener todo limpio para cuando llegaras a eso que llamábamos amor. Y lo peor de todo es que no lo hice por evitarme un nuevo dolor, sino por evitar que te enfurecieras. No lo hacía pensando en mi, sino en ti. No quería que me miraras con odio o enojo.

Aquello no era amor, Abel, era dependencia.

Me decía a mí misma que ese no eras tú, que simplemente estabas estresado por llevar las riendas de la casa, pero que —tarde o temprano— volverías a ser el mismo. ¿Te das cuenta que ni siquiera necesitaba que inventaras excusas? Yo sola lo hacía. Yo misma me mentía. No quería ver que ese sí eras tú. Tú no eras el chico carismático de la sala de juegos: tú eras el ogro con el que yo compartía la cama.

No veías cuán fuertes eran mis sentimientos por ti, y no re interesaba averiguarlo.

Pronto empezaste a llegar borracho a casa, y no tardé en darme cuenta que me eras infiel, y la idea me mataba por dentro, Abel. Me ardía a fuego vivo en el pecho la idea de que otra mujer te besara, te abrazara o acariciara tu piel. Pero me dolía aún más que tú lo aceptaras. Por mi mente jamás pasó la idea de estar con otro hombre, no me atraía penar en compartir mi intimidad con alguien que no fueras tú. Esa es una de nuestras más grandes diferencias: yo no concebía la idea de mi vida junto a otro.

¿No escuchabas cuán fuentes gritaban mis acciones lo mucho que yo te amaba?

¿Sabes lo que hice, Abel? Me convencí de que era a mí a quien amabas, no a ella, y eso parecía ser suficiente. Después de todo, siempre regresabas a casa, a mi lado. Realmente me aferre a ese viejo amor, uno que había dejado de existir mucho tiempo atrás. Me aferré al recuerdo de un viejo amor que estaba acabado conmigo cada día.

Una noche llegaste a casa con marcas de labial en el cuello de tu camisa, y el cinturón a medio abrochar. No se necesitaban dos dedos de frente para saber lo que había sucedido.

Imaginarlo era una cosa, saberlo era insoportable, pero ni siquiera puedo encontrar una palabra para definir lo que fue tener la prueba allí, justo frente a mis ojos, en tu cuerpo. Y no pude con eso. No pude con eso y te reclamé. Estaba furiosa, y mi pecho ardía en llamas, estaba llena de rencor, uno que se había estado alimentando durante mucho tiempo.

Hice lo que me habías enseñado: grité. Te grité con fuerzas, te reclamé por cada una de las lágrimas que me habías hecho derramar. Tú también me gritaste, pero estaba tan acostumbrada a ellos, que casi no escuchaba nada que no fuera mi propia voz.

Creía que en esos momentos no había poder humano que me hicieras callar, pero tú lo hiciste.

Me abofeteaste.

Apenas tuve oportunidad de ver cómo tu mano volaba hacia mi rostro, y para cuando intenté apartarme fue demasiado tarde.

Te miré anonadada y dolida. A pesar de todo lo que habíamos pasado, jamás te creí capaz de golpearme. No podía creer que aquello realmente estuviera sucediendo. Sentí cómo las lágrimas acudieron a mis ojos. Tú también parecías sorprendido, pero no estaba dispuesta a quedarme allí para saber cuál sería tu siguiente paso.

Sin darte tiempo de hacer más nada corrí hacia el baño y me quedé allí toda la noche. Me gritabas desde el otro lado de la puerta, y me exigías abriera, pero yo me limité a quedarme allí, con las manos firmemente apretadas en cada uno de mis oídos, llorando, y aún sin poder creer lo que había pasado.

Deseaba largarme de allí, y durante toda la noche, recostada sobre aquellas frías valdosas, ideé en mi mente distintas maneras de escapar sin que tuvieras oportunidad de hacerme dudar. Tú, que habías prometido jamás lastimarme, acababas de rebasar una línea completamente nueva.

Sin embargo, al día siguiente, cuando entreabrí la puerta, te vi allí, en pleno pasillo. En tu rostro se marcaban dos enormes ojeras, y parecías no haber dormido durante toda la noche. Parecías arrepentido, Abel, y hoy lamento cómo hiciste flanquear mi corazón.

Estuve a punto de correr otra vez, pero me pediste hablar. Dijiste, con lágrimas en los ojos, lo mucho que sentías lo que había pasado. Dijiste que te odiabas por haberme puesto la mano encima, y me juraste jamás volverlo a hacer.

Te dije que estaba dolida no sólo por eso, sino por tu infidelidad, ¿y recuerdas lo que dijiste? Yo lo hago. Tus palabras exactas fueron:"Ellas jamás se podrán comparar contigo". No estabas diciendo que lo lamentabas, ni que no volverías a hacerlo, y yo lo sabía. Fui consiente de eso y no me importó. Para mí esas seis palabras eran música. No te pedí más, no te hice ningún otro reclamo.

Te perdoné, Abel.

Y ese fue el principio del verdadero infierno.

Camila.

Cada esquirla ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora