VI

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Pasó cerca de un mes, creo. Es difícil saberlo ahora, pues nuestra historia se convirtió en una verdadera pesadilla de la que no podía —y no quería— escapar. Durante un tiempo fuiste el mismo muchacho de la sala de fuegos, fuiste el hombre que yo amaba, e incluso tenías uno que otro detalle conmigo, pero nada es para siempre, ¿no? Tú me lo enseñaste.

Yo no eran tan ciega: sabía que continuabas engañándome... no es como si hubieras intentado ocultármelo alguna vez. Yo estaba bien con el hecho de que siempre regresabas a mí, a pesar de todo. Así que no tratabas de esconderte, y pronto mi madre lo supo.

Recuerdo que llegó un domingo a nuestra casa —sabía que estarías allí— y con lágrimas en los ojos, me dijo que me eras infiel, que te había visto con una mujer cerca del sitio donde trabajabas. Quiso enfrentarte. En sus ojos ardía la llama de una madre que intenta proteger a su hija, y no me habría extrañado que, de haber sido otra mi reacción, ella te hubiera golpeado.

Solo la miré y asentí, aceptando un hecho que no era nuevo, que no era una sorpresa. Yo lo sabia y me lastimaba, ¿qué más daba? Mamá me miró a los ojos, y no hizo falta que me preguntara si yo tenía conocimiento de ello: me conocía lo suficiente bien como para interpretar mi mirada.

Creo que ese día flanqueé en mi decisión de aceptarte con todo y engaños, con todo y que te hubieras atrevido a ponerme una mano encima. Mi madre, el ser que me dio la vida, me miró con decepción. Sus ojos me recorrieron de pies a cabeza, como si yo fuera realmente su hija, como si no conociera a la mujer que tenía enfrente. No sabes cuánto me dolió, Abel. Me dolió que, después de todas las promesas que les había hecho, ahí estaba yo, quebrando mis juramentos, siendo exactamente lo apostó a la hija que ella crió.

Recuerdo que me preguntó qué había sido de la mujer que desde niña quiso luchar por sus ideales, la misma que nunca amó las películas de Disney porque esas princesas les parecían sosas —siempre a la espera de un hombre—. Pero no me dio tiempo de contestarle, pues tú la corriste, ¿recuerdas? La echaste de casa y le prohibiste regresar. No me moví de mi lugar, no intenté defenderla. Solo me quedé allí, temiendo que le hicieras algo, o que tomaras represalias contra mí.

Ese día me alejaste de lo único que me quedaba, y entonces sólo parecía tenerte a ti. Yo estaba justo en el lugar donde siempre quisiste verme, Abel.

Camila.

Cada esquirla ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora