III

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El tiempo pasó y yo cada día me acostumbraba más a ti, Abel. Me acostumbraba a tu voz, a tus bromas, a tu sonrisa, y a cada pequeño detalle que te hacían ser tú. O al menos, ser quien eras en ese entonces.

Mis amigos te adoraban, y quienes nos veían juntos aseguraban que lo nuestro era algo duradero, y que debíamos cuidarlo. Mi pecho se inflaba de orgullo cuando alguien decía que formábamos una linda pareja. Yo presumía de caminar tomada de la mano contigo, y daba la impresión de que lo mismo te pasaba a ti.

Pero mi padre siempre te miraba receloso, siempre pendiente, siempre a la espera de que cometieras el primer fallo y te fueras de mi vida para siempre. Pero yo le aseguraba que eso jamás sucedería, que si había alguien que jamás iba a decepcionarme, ese eras tú.

Qué ingenua fui, ¿no?

Solía discutir con él por ti. Yo, que jamás le había levantado la voz, que jamás le había faltado al respeto, solía tener enfrentamientos con él porque te detestaba. ¿Cómo podía hacerlo? ¿No se daba cuenta de la adoración con que me veías? ¿No notaba lo feliz que era contigo, lo diferente que era yo?

Desearía haberle hecho caso. Desearía haberme tomado sus palabras en serio. Mi padre nunca habría intentado hacer algo que me lastimara. Debí prestar más atención a sus consejos, a ese afán que tenía de protegerme. Se quejaba de que solías beber muy seguido, pero de inmediato le recordaba que él también lo hacía, que eso no era nada del otro mundo, que eso no te hacia un mal hombre.

Una noche, mientras hablábamos, me dijiste que había algo importante de lo que debías hablarme. Me dijiste —después de mucho yo insistir— la razón de aplazar tanto el momento en que yo conociera a tus papás. Dijiste que tu hogar era un caos, que tus padres solían gritarse el uno al otro, y que lo último que querías era que yo presenciara eso, que te angustiaba la idea de que me alejara de ti.

Me hablaste de los recuerdos que tenías de tu infancia, una invadida por discusiones entre las dos personas que más amabas. Me contaste que solías esconderte bajo la cama, esperando que la tormenta que habitaba bajo el techo de tu casa, pasara. Vi cómo tus ojos se humedecían, y vi tu empeño en no llorar, en que tu voz no flanqueara.

Aquel día te vi con otros ojos. Eras un chico roto, y yo me sentí tu sanadora. Creo que toda chica —o la mayoría— sueña alguna vez con eso, ¿no? Yo era una de ellas. Estoy bastante segura de que me enamoré aún más de ti en aquel momento.

Pero tus problemas iban mucho más allá. Esa noche yo sólo vi la punta del iceberg, y no fui capaz de ver el momento en que aquello se tornó más oscuro.

Comencé a pasar más tiempo contigo que con cualquier otra persona, y de verdad no parecía importarme. Te tenia a ti, ¿a quién más necesitaba? Yo te estaba amando, y el resto del mundo podía esperar.

Lo nuestro se volvió pasional. Yo había tenido relaciones con otro hombre, pero nunca había sentido lo que sentí contigo. Me llevabas al cielo en un segundo. Tus caricias, tus palabras y tus besos lo eran todo, y pasaste a ser lo único que necesitaba. Mis estudios, mis amigos e incluso mi familia pasaron a un segundo plano. Nada de eso parecía importarme ya. Nada, excepto tú.

Mis amigos me reclamaban tiempo, y yo sentía que me querían alejar de ti, ¿sabes? No parecía recordar lo mucho que ellos me apreciaban. Me daba la impresión de que simplemente estaban siendo egoístas.

Cuán equivocada estaba, Abel. Ojalá los hubiera escuchado.

No me culpo de lo que sucedió después, porque no lo merecía. Pero me culpo de mi insensatez, de mi forma de ver el mundo solo a través de tus ojos. Sentía que eso era amor, un tipo de amor que jamás había experimentado.

Y no me di cuenta de lo mal que estaba, hasta que fue demasiado tarde, hasta que fui absorbida por ti. Hasta que no supe distinguir entre lo que yo quería y lo que tú ansiabas que fuera.

No me di cuenta del momento en que me redujiste a la nada.

—Camila.

Cada esquirla ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora