Mave.

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Su problema era colosal, central, difícil, confuso e incalculable.

¿Por qué que es lo que queda de ti después de que te rompen el corazón?

La respuesta es dolor, un sufrimiento tan fuerte e incalculable que no puede quitarse con medicina para los nervios y té de manzanilla con dos cubos de azúcar, algo que no puede borrarse con nada hasta que pasa y cómo sería todo colorido y chispeante si pudieras olvidar a alguien en un parpadeo.

Debe haber gente así, personas que consiguen acabar con el suplicio después de la ruptura en medio parpadear.

Pero por desgracia Mave no, Mave había estado llorando durante meses interminables y vivido las últimas semanas hecha un ovillo bajo el escritorio mientras gimoteaba.

Ni siquiera Sofía, su gorda y circular gata con manchas del color de el café pasado de leche podía sacarle una sonrisa.

Todo era blanco y negro, mejor dicho blanco, tan níveo que el sol parecía una página de cuaderno y la luna una mancha borrosa de merengue.

Cada vez que intentaba salir de debajo de la mesa, una flecha envenenada cruzaba su corazón y dibujaba una aura negra a su alrededor.

Fotografías tomadas con el flash mal puesto de Josep la asaltaban sin ningún miramiento y después se ponía peor, luego recordaba su voz y su última conversación se repetía una y otra vez, rompiendo el corazón fantasma que hubo ocupado el lugar del verdadero.

—¿Me amas?—pregunto ella.

El miro hacia el cielo que una noche, en otros tiempos debió haber estado lleno de estrellas, pero ya nunca más a ella.

—S-i—dudó.

Y en su duda obtuvo su respuesta, había leído algo así antes en uno de sus libros de poesía barata como los clasificaba su abuela y supo que posterior a la duda llegarían las lágrimas, las mismas que en ese instante se estrellaban en los azulejos del piso bajo la mesa.

Mis treinta primeros erroresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora