Me fue imposible darme cuenta de lo que por mí había pasado, una noche que desperté en un lecho rodeado de personas y objetos que casi no podía distinguir. Una lámpara velada, cuya luz hacía más opacas las cortinas de la cama, difundía por la silenciosa habitación una claridad indecisa. Intenté en vano incorporarme; llamé, y sentí que estrechaban una de mis manos; torné a llamar, y el nombre que débilmente pronunciaba tuvo por respuesta un sollozo. Volvíme hacia el lado de donde éste había salido y reconocí a mi madre, cuya mirada anhelosa y llena de lágrimas estaba fija en mi rostro. Me hizo casi en secreto y con su más suave voz, muchas preguntas para cerciorarse de si estaba aliviado.
-¿Conque es verdad? -le dije cuando el recuerdo aún confuso de la última vez en que la había visto, vino a mi memoria.
Sin responderme, reclinó la frente en el almohadón uniendo así nuestras cabezas.
Después de unos momentos tuve la crueldad de decirle:
-¡Así me engañaron!... ¿A qué he venido?
-¿Y yo? -me interrumpió humedeciendo mi cuello con sus lágrimas.
Mas su dolor y su ternura no conseguían que algunas corriesen de mis ojos.
Se trataba sin duda de evitarme toda fuerte emoción, pues poco rato después se acercó silencioso mi padre, y me estrechó una mano, mientras se enjugaba los ojos sombreados por el insomnio.
Mi madre, Eloísa y Emma se turnaron aquella noche para velar cerca de mi lecho, luego que el doctor se retiró prometiendo una lenta pero positiva reposición. Inútilmente agotaron ellas sus más dulces cuidados para hacerme conciliar el sueño. Así que mi madre se durmió rendida por el cansancio, supe que hacía algo más de veinticuatro horas que me hallaba en casa.
Emma sabía lo único que me faltaba saber: la historia de sus últimos días... sus últimos momentos y sus últimas palabras. Sentía que para oír esas confidencias terribles me faltaba valor, pero no pude dominar mi sed de dolorosos pormenores, y le hice muchas preguntas. Ella sólo me respondía con el acento de una madre que hace dormir a su hijo en la cuna:
-Mañana.
Y acariciaba mi frente con sus manos o jugaba con mis cabellos.
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María
RomanceJorge Isaacs He aquí, caros amigos míos, la historia de la adolescencia de aquel a quien tanto amasteis y que ya no existe. Mucho tiempo os he hecho esperar estas páginas. Después de escritas me han parecido pálidas e indignas de ser ofrecidas como...