capítulo 56

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Hundíase en los confines nebulosos del Pacífico el sol del veinticinco de julio, llenando el horizonte de resplandores de oro y rubí; persiguiendo con sus rayos horizontales hasta las olas azuladas que iban como fugitivas a ocultarse bajo las selvas sombrías de la costa. La Emilia López, a bordo de la cual venía yo de Panamá, fondeó en la bahía de Buenaventura después de haber jugueteado sobre la alfombra marina acariciada por las brisas del litoral.

Reclinado sobre el barandaje de cubierta, contemplé esas montañas a vista de las cuales sentía renacer tan dulces esperanzas. Diecisiete meses antes rodando a sus pies, impulsado por las corrientes tumultuosas del Dagua, mi corazón había dicho un adiós a cada una de ellas, y su soledad y silencio habían armonizado con mi dolor.

Estremecida por las brisas, temblaba en mis manos una carta de María que había recibido en Panamá, la cual volví a leer a la luz del moribundo crepúsculo. Acaban de recorrerla mis ojos... Amarillenta ya, aún parece húmeda con mis lágrimas de aquellos días.

«La noticia de tu regreso ha bastado a volverme las fuerzas. Ya puedo contar los días, porque cada uno que pasa acerca más aquél en que he de volver a verte.

»Hoy ha estado muy hermosa la mañana, tan hermosa como ésas que no has olvidado. Hice que Emma me llevara al huerto; estuve en los sitios que me son más queridos en él; y me sentí casi buena bajo esos árboles, rodeada de todas esas flores, viendo correr el arroyo sentada en el banco de piedra de la orilla. Si esto me sucede ahora ¿cómo no he de mejorarme cuando vuelva a recorrerlo acompañada por ti?

»Acabo de poner azucenas y rosas de las nuestras al cuadro de la Virgen, y me ha parecido que ella me miraba más dulcemente que de costumbre y que iba a sonreír.

»Pero quieren que vayamos a la ciudad, porque dicen que allá podrán asistirme mejor los médicos: yo no necesito otro remedio que verte a mi lado para siempre. Yo quiero esperarte aquí: no quiero abandonar todo esto que amabas, porque se me figura que a mí me lo dejaste recomendado y que me amarías menos en otra parte. Suplicaré para que papá demore nuestro viaje, y mientras tanto llegarás. Adiós».

Los últimos reglones eran casi ilegibles.

El bote de la aduana, que al echar ancla la goleta, había salido de la playa, estaba ya inmediato.

-¡Lorenzo! -exclamé al reconocer a un amigo querido en el gallardo mulato que venía de pie en medio del Administrador y del jefe del resguardo.

-¡Allá voy! -contestó.

Y subiendo precipitadamente la escala, me estrechó en sus brazos.

-No lloremos -dijo enjugándose los ojos con una de las puntas de su manta y esforzándose por sonreír-: nos están viendo y estos marineros tienen corazón de piedra.

Ya en medias palabras me había dicho lo que con mayor ansiedad deseaba yo saber: María estaba mejor cuando él salió de casa. Aunque hacía dos semanas que me esperaba en la Buenaventura, no habían venido cartas para mí sino las que él trajo, seguramente porque la familia me aguardaba de un momento a otro.

Lorenzo no era esclavo. Compañero fiel de mi padre en los viajes frecuentes que éste hizo durante su vida comercial, era amado por toda la familia, y gozaba en casa fueros de mayordomo y consideraciones de amigo. En la fisonomía y talante mostraba su vigor y franco carácter: alto y fornido, tenía la frente espaciosa y con entradas; hermosos ojos sombreados por cejas crespas y negras; recta y elástica nariz; bella dentadura, cariñosas sonrisas y barba enérgica.

Verificada la visita de ceremonia del Administrador al buque, la cual había precipitado suponiendo encontrarme en él, se puso mi equipaje en el bote, y yo salté a éste con los que regresaban, después de haberme despedido del capitán y de algunos de mis compañeros de viaje. Cuando nos acercábamos a la ribera, el horizonte se había ya entenebrecido: olas negras, tersas y silenciosas pasaban meciéndonos para perderse de nuevo en la oscuridad: luciérnagas sin número revoloteaban sobre el crespón rumoroso de las selvas de la orillas.

MaríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora