capítulo 21

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Al día siguiente al amanecer tomé el camino de la montaña, acompañado de Juan Ángel, que iba cargado con algunos regalos de mi madre para Luisa y las muchachas. Seguíanos Mayo: su fidelidad era superior a todo escarmiento, a pesar de algunos malos ratos que había tenido en esa clase de expediciones, impropias ya de sus años.

Pasado el puente del río, encontramos a José y a su sobrino Braulio que venían ya a buscarme. Aquél me habló al punto de su proyecto de caza, reducido a asestar un golpe certero a un tigre famoso en las cercanías, que le había muerto algunos corderos. Teníale seguido el rastro al animal y descubierta una de sus guaridas en el nacimiento del río, a más de media legua arriba de la posesión.

Juan Ángel dejó de sudar al oír estos pormenores, y poniendo sobre la hojarasca el cesto que llevaba, nos veía con ojos tales cual si estuviera oyendo discutir un proyecto de asesinato.

José continuó hablando así de su plan de ataque:

-Respondo con mis orejas de que no se nos va. Ya veremos si el valluno Lucas es tan jaque como dice. De Tiburcio sí respondo. ¿Trae la munición gruesa?

-Sí -le respondí-, y la escopeta larga.

-Hoy es el día de Braulio. El tiene mucha gana de verle hacer a usted una jugada, porque yo le he dicho que usted y yo llamamos errados los tiros cuando apuntamos a la frente de un oso y la bala se zampa por un ojo.

Rió estrepitosamente, dándole palmadas sobre el hombro a su sobrino.

-Bueno, y vámonos -continuó-: pero que lleve el negrito estas legumbres a la señora, porque yo me vuelvo -y se echó a la espalda el cesto de Juan Ángel, diciendo-: ¿serán cosas dulces que la niña María pone para su primo?...

-Ahí vendrá algo que mi madre le envía a Luisa.

-Pero ¿qué es lo que ha tenido la niña? Yo la vi ayer a la pasada tan fresca y lucida como siempre. Parece botón de rosa de Castilla.

-Está buena ya.

-Y tú ¿qué haces ahí que no te largas, negritico -dijo José a Juan Ángel-. Carga con la guambía y vete, para que vuelvas pronto, porque más tarde no te conviene andar solo por aquí. No hay que decir nada allá abajo.

-¡Cuidado con no volver! -le grité cuando estaba él del otro lado del río.

Juan Ángel desapareció entre el carrizal como un guatín asustado.

Braulio era un mocetón de mi edad. Hacía dos meses que había venido de la Provincia a acompañar a su tío, y estaba locamente enamorado, de tiempo atrás, de su prima Tránsito.

La fisonomía del sobrino tenía toda la nobleza que hacía interesante la del anciano; pero lo más notable en ella era una linda boca, sin bozo aún, cuya sonrisa femenina contrastaba con la energía varonil de las otras facciones. Manso de carácter, apuesto, e infatigable en el trabajo, era un tesoro para José y el más adecuado marido para Tránsito.

La señora Luisa y las muchachas salieron a recibirme a la puerta de la cabaña, risueñas y afectuosas. Nuestro frecuente trato en los últimos meses había hecho que las muchachas fuesen menos tímidas conmigo. José mismo en nuestras cacerías, es decir, en el campo de batalla, ejercía sobre mí una autoridad paternal, todo lo cual desaparecía cuando se presentaban en casa, como si fuese un secreto nuestra amistad leal y sencilla.

-¡Al fin, al fin! -dijo la señora Luisa tomándome por el brazo para introducirme a la salita-. ¡Siete días!... uno por uno los hemos contado.

Las muchachas me miraban sonriendo maliciosamente.

-¡Pero Jesús! qué pálido está -exclamó Luisa mirándome más de cerca-. Eso no está bueno así; si viniera usted con frecuencia, estaría tamaño de gordo.

MaríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora