Diez días habían pasado desde que tuvo lugar aquella penosa conferencia. No sintiéndome capaz de cumplir los deseos de mi padre sobre la nueva especie de trato que según él debía yo usar con María, y preocupado dolorosamente con la propuesta de matrimonio hecha por Carlos, había buscado toda clase de pretextos para alejarme de la casa. Pasé aquellos días, ya encerrado en mi cuarto, ya en la posesión de José, las más veces vagando a pie por los alrededores. Llevaba por compañero en mis paseos algún libro en que no acertaba a poder leer, mi escopeta, que nunca disparaba, y a Mayo, que me seguía fatigándose. Mientras dominado yo por una honda melancolía dejaba correr las horas oculto en los sitios más agrestes, él procuraba en vano dormitar enroscado sobre la hojarasca, de donde lo desalojaban las hormigas o lo hacían saltar impaciente los tábanos y zancudos. Cuando el viejo amigo se cansaba de la inacción y el silencio, que le eran antipáticos a pesar de sus achaques, se me acercaba, y recostando la cabeza sobre una de mis rodillas, me miraba cariñoso, para alejarse después y esperarme a algunas varas de distancia en el sendero que conducía a la casa; y en su afán porque emprendiésemos marcha, una vez conseguido que yo le siguiera, se propasaba hasta dar algunos brincos de alegría, juveniles entusiasmos en que a más de olvidar su compostura y senil gravedad, salía poco airoso.
Una mañana entró mi madre a mi cuarto, y sentándose a la cabecera de la cama, de la cual no había salido yo aún, me dijo:
-Esto no puede ser: no debes seguir viviendo así; yo no me conformo.
Como yo guardara silencio, continuó:
-Lo que haces no es lo que tu padre ha exigido; es mucho más; y tu conducta es cruel para con nosotros y más cruel para con María. Estaba persuadida de que tus frecuentes paseos tenían por objeto ir a casa de Luisa con motivo del cariño que te profesan allí; pero Braulio, que vino ayer tarde, nos hizo saber que hacía cinco días que no te veía. ¿Qué es lo que te causa esa profunda tristeza que no puedes dominar ni en los pocos ratos que pasas en sociedad con la familia, y que te hace buscar constantemente la soledad, como si te fuera ya enojoso el estar con nosotros?
Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
-María, señora -le respondí-, debe ser completamente libre para aceptar o no la suerte que le ofrece Carlos; y yo, como amigo de él, no debo hacerle ilusorias las esperanzas que fundadamente debe de alimentar de ser aceptado.
Así revelaba, sin poder evitarlo, el más insoportable dolor que me había atormentado desde la noche en que supe la propuesta de los señores de M***. Nada habían llegado a ser para mí delante de aquella propuesta los fatales pronósticos del doctor sobre la enfermedad de María; nada la necesidad de separarme de ella por muchos años.
-¿Cómo has podido imaginar tal cosa? -me preguntó sorprendida mi madre-. Apenas habrá visto ella dos veces a tu amigo: justamente una en que estuvo aquí él algunas horas, y otra en que fuimos a visitar a su familia.
-Pero, madre mía, poco es el tiempo que falta para que se justifique o se desvanezca lo que he pensado. Me parece que bien vale la pena de esperar.
-Eres muy injusto, y te arrepentirás de haberlo sido. María, por dignidad y por deber, sabiéndose dominar mejor que tú, oculta lo mucho que tu conducta la está haciendo sufrir. Me cuesta trabajo creer lo que veo; me asombra oír lo que acabas de decir. ¡Yo, que creí darte una grande alegría y remediarlo todo haciéndote saber lo que Mayn nos dijo ayer al despedirse!
-Diga usted, dígalo -le supliqué incorporándome.
-¿Para qué ya?
-¿Ella no será siempre... no será siempre mi hermana?
-Tarde piensas así. ¿O es que puede un hombre ser caballero y hacer lo que tú haces? No, no; eso no debe hacerlo un hijo mío... ¡Tu hermana! ¡Y te olvidas de que lo estás diciendo a quien te conoce más que tú mismo! ¡Tu hermana! ¡y sé que te ama desde que os dormía a ambos sobre mis rodillas! ¿y es ahora cuando lo crees? ahora que venía a hablarte de eso, asustada por el sufrimiento que la pobrecita trata inútilmente de ocultarme.
-Yo no quiero, ni por un instante, darle motivo a usted para un disgusto como el que me deja conocer. Dígame qué debo hacer para remediar lo que ha encontrado usted reprobable en mi conducta.
-Así debe ser. ¿No deseas que la quiera tanto como a ti?
-Sí, señora; y así es, ¿no es verdad?
-Así será, aunque me hubiera olvidado de que no tiene otra madre que yo, de las recomendaciones de Salomón y la confianza de que él me creyó digna; porque ella lo merece y te ama tanto. El doctor asegura que el mal de María no es el que sufrió Sara.
-¿Él lo ha dicho?
-Sí; tu padre, tranquilizado ya por esa parte, ha querido que yo te lo haga saber.
-¿Podré, pues, volver a ser con ella como antes? -pregunté enajenado.
-Casi...
-¡Oh! ella me disculpará; ¿no lo cree usted? ¿El doctor ha dicho que no hay ninguna clase de peligro? -agregué-; es necesario que lo sepa Carlos.
Mi madre me miró con extrañeza antes de responderme:
-¿Y por qué se le había de ocultar? Réstame decirte lo que creo debes hacer, puesto que los señores de M*** han de venir mañana, según lo anuncian. Dile esta tarde a María... Pero, ¿qué puedes decirle que baste a justificar tu despego, sin faltar a las órdenes de tu padre? Y aunque pudieras hablarle de lo que él te exigió, no podrías disculparte, pues que para hacer lo que has hecho en estos días hay una causa que por orgullo y delicadeza no debes descubrir. He ahí el resultado. Es forzoso que yo manifieste a María el motivo real de tu tristeza.
-Pero si usted lo hace, si he sido ligero en creer lo que he creído, ¿qué pensará ella de mí?
-Pensará menos mal que considerándote capaz de una veleidad e inconsecuencia más odiosas que todo.
-Tiene usted razón hasta cierto punto; pero yo le suplico no diga a María nada de lo que acabamos de hablar. He incurrido en un error, que tal vez me ha hecho sufrir más a mí que a ella, y debo remediarlo; le prometo a usted que lo remediaré: le exijo solamente dos días para hacerlo como se debe.
-Bien -me dijo levantándose para irse-; ¿sales hoy?
-Sí, señora.
-¿A dónde vas?
-Voy a pagar a Emigdio su visita de bienvenida; y es imprescindible, porque ayer le mandé a decir con el mayordomo de su padre que me esperara hoy a almorzar.
-Mas volverás temprano.
-A las cuatro o las cinco.
-Vente a comer aquí.
-Sí. ¿Está usted otra vez satisfecha de mí?
-Cómo no -respondió sonriendo-. Hasta la tarde, pues: darás finos recuerdos a las señoras, de parte mía y de las muchachas.
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María
RomansaJorge Isaacs He aquí, caros amigos míos, la historia de la adolescencia de aquel a quien tanto amasteis y que ya no existe. Mucho tiempo os he hecho esperar estas páginas. Después de escritas me han parecido pálidas e indignas de ser ofrecidas como...