capítulo 36

1K 17 0
                                    

Habíamos llegado. Extrañé ver cerradas las ventanas del aposento de mi madre. Le había ayudado a ella a apearse y estaba haciendo lo mismo con María a tiempo que Eloísa salió a recibirnos, insinuándonos por señas que no hiciésemos ruido.

-Papá -dijo- se ha vuelto a acostar, porque está enfermo.

Solamente María y yo podíamos suponer la causa, y nuestras miradas se encontraron para decírsela. Ella y mi madre entraron al instante a ver a mi padre; yo las seguí. Como él conoció que nos habíamos preocupado, nos dijo en voz balbuciente por el calofrío:

-No es nada: tal vez me levanté sin precaución, y me he resfriado.

Tenía las manos y los pies yertos, y calenturienta la frente.

A la media hora, María y mi madre se hallaban ya en traje de casa. Se sirvió el almuerzo, pero ellas no asistieron al comedor. Al levantarme de la mesa, llegó Emma a decirme que mi padre me llamaba.

La fiebre había tomado incremento. María estaba en pie y recostada contra una de las columnas de la cama: Emma a su lado y mi madre a la cabecera.

-Apaguen algunas de esas luces -decía mi padre a tiempo que yo entraba.

Sólo una había, y estaba en la mesa que le ocultaban las cortinas.

-Aquí está ya Efraín -le dijo mi madre.

Nos pareció que no había oído. Pasado un momento, dijo como para sí:

-Esto no tiene sino un remedio. ¿Por qué no viene Efraín para despachar de una vez todo?

Le hice notar que estaba presente.

-Bueno -continuó-; tráelas para firmarlas.

Mi madre apoyaba la frente sobre una de las manos. María y Emma trataban de saber, mirándome, si existían realmente tales cartas.

-Así que usted esté más reposado se despachará todo mejor.

-¡Qué hombre!, ¡qué hombre! -murmuró, y se quedó en seguida aletargado.

Llamóme mi madre al salón y me dijo:

-Me parece que debemos llamar al doctor: ¿qué dices?

-Creo que debe llamársele; porque aunque la fiebre pase, nada se pierde con hacer que venga, y si...

-No, no -interrumpió ella-: siempre que alguna enfermedad le empieza así, es grave.

Luego que despaché un paje en busca del médico, volví al lado de mi padre, quien me llamaba otra vez.

-¿A qué hora volvieron? -me preguntó.

-Hace más de una hora.

-¿Dónde está tu madre?

-Voy a llamarla.

-Que no sepa nada.

-Sí, señor; esté usted tranquilo.

-¿Pusiste esa posdata a la carta?

-Sí, señor.

-¿Sacaste del armario aquella correspondencia y los recibos?

Lo dominaba de seguro la idea de remediar la pérdida que había sufrido. Había oído mi madre este último diálogo, y como él pareciese quedarse dormido, me preguntó:

-¿Ha tenido tu padre alguna molestia en estos días? ¿Ha recibido alguna mala noticia? ¿Qué es lo que no quiere que yo sepa?

-Nada ha sucedido, nada que se le oculte a usted -le respondí fingiendo la mayor naturalidad que me fue posible.

MaríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora