Habíamos llegado. Extrañé ver cerradas las ventanas del aposento de mi madre. Le había ayudado a ella a apearse y estaba haciendo lo mismo con María a tiempo que Eloísa salió a recibirnos, insinuándonos por señas que no hiciésemos ruido.
-Papá -dijo- se ha vuelto a acostar, porque está enfermo.
Solamente María y yo podíamos suponer la causa, y nuestras miradas se encontraron para decírsela. Ella y mi madre entraron al instante a ver a mi padre; yo las seguí. Como él conoció que nos habíamos preocupado, nos dijo en voz balbuciente por el calofrío:
-No es nada: tal vez me levanté sin precaución, y me he resfriado.
Tenía las manos y los pies yertos, y calenturienta la frente.
A la media hora, María y mi madre se hallaban ya en traje de casa. Se sirvió el almuerzo, pero ellas no asistieron al comedor. Al levantarme de la mesa, llegó Emma a decirme que mi padre me llamaba.
La fiebre había tomado incremento. María estaba en pie y recostada contra una de las columnas de la cama: Emma a su lado y mi madre a la cabecera.
-Apaguen algunas de esas luces -decía mi padre a tiempo que yo entraba.
Sólo una había, y estaba en la mesa que le ocultaban las cortinas.
-Aquí está ya Efraín -le dijo mi madre.
Nos pareció que no había oído. Pasado un momento, dijo como para sí:
-Esto no tiene sino un remedio. ¿Por qué no viene Efraín para despachar de una vez todo?
Le hice notar que estaba presente.
-Bueno -continuó-; tráelas para firmarlas.
Mi madre apoyaba la frente sobre una de las manos. María y Emma trataban de saber, mirándome, si existían realmente tales cartas.
-Así que usted esté más reposado se despachará todo mejor.
-¡Qué hombre!, ¡qué hombre! -murmuró, y se quedó en seguida aletargado.
Llamóme mi madre al salón y me dijo:
-Me parece que debemos llamar al doctor: ¿qué dices?
-Creo que debe llamársele; porque aunque la fiebre pase, nada se pierde con hacer que venga, y si...
-No, no -interrumpió ella-: siempre que alguna enfermedad le empieza así, es grave.
Luego que despaché un paje en busca del médico, volví al lado de mi padre, quien me llamaba otra vez.
-¿A qué hora volvieron? -me preguntó.
-Hace más de una hora.
-¿Dónde está tu madre?
-Voy a llamarla.
-Que no sepa nada.
-Sí, señor; esté usted tranquilo.
-¿Pusiste esa posdata a la carta?
-Sí, señor.
-¿Sacaste del armario aquella correspondencia y los recibos?
Lo dominaba de seguro la idea de remediar la pérdida que había sufrido. Había oído mi madre este último diálogo, y como él pareciese quedarse dormido, me preguntó:
-¿Ha tenido tu padre alguna molestia en estos días? ¿Ha recibido alguna mala noticia? ¿Qué es lo que no quiere que yo sepa?
-Nada ha sucedido, nada que se le oculte a usted -le respondí fingiendo la mayor naturalidad que me fue posible.
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María
RomantikJorge Isaacs He aquí, caros amigos míos, la historia de la adolescencia de aquel a quien tanto amasteis y que ya no existe. Mucho tiempo os he hecho esperar estas páginas. Después de escritas me han parecido pálidas e indignas de ser ofrecidas como...