capítulo 62

1K 18 2
                                    

Tres semanas habían corrido desde mi regreso, durante las cuales me detuvieron a su lado Emma y mi madre aconsejadas por el médico y disculpando su tenacidad con el mal estado de mi salud.

¡Los días y las noches de dos meses habían pasado sobre su tumba y mis labios no habían murmurado una oración sobre ella! Sentíame aún sin la fuerza necesaria para visitar la abandonada mansión de nuestros amores, para mirar ese sepulcro que a mis ojos la escondía y la negaba a mis brazos. Pero en aquellos sitios debía esperarme ella: allí estaban los tristes presentes de su despedida para mí que no había volado a recibir su último adiós y su primer beso antes que la muerte helara sus labios.

Emma fue exprimiendo lentamente en mi corazón toda la amargura de las postreras confidencias de María para mí. Así, recomendada para romper el dique de mis lágrimas, no tuvo más tarde cómo enjugarlas, y mezclando las suyas a las mías pasaron esas horas dolorosas y lentas.

En la mañana que siguió a la tarde en que María me escribió su última carta, Emma después de haberla buscado inútilmente en su alcoba, la halló sentada en el banco de piedra del jardín: dejábase ver lo que había llorado: sus ojos fijos en la corriente y agrandados por la sombra que los circundaba, humedecían aún con algunas lágrimas despaciosas aquellas mejillas pálidas y enflaquecidas, antes tan llenas de gracia y lozanía: exhalaba sollozos ya débiles, ecos de otros en que su dolor se había desahogado.

-¿Por qué has venido sola hoy? -le preguntó Emma abrazándola-: yo quería acompañarte como ayer.

-Sí -le respondió-; lo sabía; pero deseaba venir sola: creí que tendría fuerzas. Ayúdame a andar.

Se apoyó en el brazo de Emma y se dirigió al rosal de enfrente a mi ventana. Luego que estuvieron cerca de él, María lo contempló casi sonriente, y quitándole las dos rosas más frescas, dijo:

-Tal vez serán las últimas. Mira cuántos botones tiene: tú le pondrás a la Virgen los más hermosos que vayan abriendo.

Acercando a su mejilla la rama más florecida, añadió:

-¡Adiós, rosal mío, emblema querido de su constancia! Tú le dirás que lo cuidé mientras pude -dijo volviéndose a Emma, que lloraba con ella.

Mi hermana quiso sacarla del jardín diciéndole:

-¿Por qué te entristeces así? ¿No ha convenido papá en demorar nuestro viaje? Volveremos todos los días. ¿No es verdad que te sientes mejor?

-Estémonos todavía aquí -le respondió acercándose lentamente a la ventana de mi cuarto-: la estuvo mirando olvidada de Emma, y se inclinó después a desprender todas las azucenas de su mata predilecta, diciendo a mi hermana-: Dile que nunca dejó de florecer. Ahora sí vámonos.

Volvió a detenerse en la orilla del arroyo, y mirando en torno suyo apoyó la frente en el seno de Emma murmurando:

-¡Yo no quiero morirme sin volver a verlo aquí!

Durante el día se la vio más triste y silenciosa que de costumbre. Por la tarde estuvo en mi cuarto y dejó en el florero, unidas con algunas hebras de sus cabellos, las azucenas que había cogido por la mañana; y allí fue Emma a buscarla cuando ya había oscurecido. Estaba de codos en la ventana, y los bucles desordenados de la cabellera casi le ocultaban el rostro.

-María -le dijo Emma después de haberla mirado en silencio unos momentos-, ¿no te hará mal este viento de la noche?

Ella, sorprendida al principio, le respondió tomándole una mano, atrayéndola a sí y haciendo que se sentase a su lado en el sofá:

-Ya nada puede hacerme mal.

-¿No quieres que vayamos al oratorio?

-Ahora no: deseo estarme aquí todavía; tengo que decirte tantas cosas...

MaríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora