8. La rebelión de Ahrimán

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Siniestro era poco para describir el lugar que se transformó ante el Nigromante; el papel tapiz de las paredes se desintegró, los suelos de madera rechinaron para luego romperse, el fuego de la chimenea, se volvió azulado, expidiendo un humo que rememoraba estar en la entrada del infierno. El inusual frío que albergó el ambiente era como de una nevada con ventisca incluida, notándose el vaho del aliento, que dibujaba formas siniestras en el aire. El entorno se oscureció, sumándose a la incertidumbre de salir ilesos.

Caleb estaba en sumo alterado, respirando pesadamente, actitud que a Abraham le pareció satisfactoria, sintiendo que lo tenía bajo su control.

Sosteniendo el delgado cuello de Hazel, con una mano monstruosa de piel deformada y palpitante, el viejo la elevó, evitando que tocara el suelo con los pies. Ella luchó por respirar, pataleó desesperada, intentando zafarse de las manos que la ahorcaban.

Decidido, el Nigromante fue hacia ese viejo cuyo aspecto se volvió más demencial y decrépito. Sus manos temblaron de cólera de forma tal que se enrojecieron, al igual que sus orejas y rostro. No fue consciente de dónde estaba, de qué era lo que hacía, de por qué quería defender a alguien insignificante. Había perdido la cordura, la noción del tiempo y el espacio, en su batalla mental sólo estaba él y ese tipejo al que le tenía un odio voraz que sólo podría ser calmado cuando le arrebatara la vida.

Sus pasos se volvieron zancadas, un trote afanado cuya intención era acortar distancias, uno que fue frenado por un lacayo de piel morena que supo de sus intenciones; no permitiría que lastimara su amo por muchas cosas atroces que hubiese hecho.

Caleb sintió una punzada en su costado, cerró los ojos por el dolor y frenó la marcha, cayendo por el impulso del ataque sobre la mesa de centro de aquella tétrica sala de estar. Desorbitado, intentó buscar a su atacante, contemplando a Fergal, quien entre sus manos sostenía una especie de arco irregular, con un cordel que emanaba una luz púrpura. El arma era extraña, parecía recubierta de piel de un tono negro, pero por estar quemada. Lo que más le confundió fue que Archer, el más pacífico entre los depuradores, lo hubiera atacado, con esa determinación que jamás le vio. Su erguida postura y hasta la forma que tomó el arco, listo para tirar otra flecha, hizo mella en su interior. Confió en él, lo creyó diferente y aun así, terminó siendo uno más que al parecer reclutaba depuradores para fines egoístas.

—¿Por qué? —Fue la única pregunta que salió de los labios del Nigromante.

—Porque no permitiré que arruinen algo que salvará a la humanidad —expresó el moreno.

—¿Te parece justo reclutar niños para ser parte de este mundo? —siseó el agredido, levantándose como pudo a pesar del dolor insoportable en sus costillas.

—La espada necesita un portador —habló Abraham de repente, llamando la atención de ambos—, alguien que con esencia única selle todo su poder, alguien como ella, que vive de beber la sangre de los ángeles para que pueda manejar esa espada a su antojo y así liberar a los demonios, ángeles y depuradores.

No comprendió por qué mencionó la sangre de los ángeles, tampoco que la espada tuviera un poder magnífico para salvar a los oprimidos por el dictamen de los dos jueces de la almas. Lo que su mente no soportó era ver como Hazel a quien aún sostenía Abraxas del cuello, fue perdiendo fuerza, cayendo en la inconsciencia.

Concentrándose sólo en ella para rescatarla, se incorporó y dio un paso en su dirección con gran esfuerzo, luego otros dos, pero al hacerlo otra saeta lumínica se clavó, justo a unos milímetros de donde sintió la primera punzada.

Cayó de rodillas, el dolor era insoportable; apoyando las manos al suelo, intentó recuperar el aliento. Se negó a morir sin poder luchar por lo menos para hacer valer su muerte.

Nigromante - Depuradores de Almas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora