Sabía que las cosas terminarían así

34 4 0
                                    


A pesar de haber dormido durante cuatro horas durante la tarde, Melisa se sentía agotada. No era descanso físico lo que necesitaba, sino relajarse. Poder olvidarse de todo y de todos durante unos días y, así, dejar atrás esos dolores de cabeza que la habían estado atormentando desde hacía ya varias semanas, producto del estrés. Estaba montada en el asiento trasero del coche, con la cabeza apoyada en la ventana y con la vista perdida en el paisaje que se veía tras el cristal, viéndolo todo sin llegar a fijarse en algo en concreto. La comisaría, el centro comercial, la gasolinera, el restaurante italiano al que iban por su cumpleaños... Se conocía el recorrido demasiado bien. Ni siquiera era capaz de recordar cuándo habían decidido que dos viernes al mes tenían que ir a cenar a casa de su tío Robert, pero sin duda, no le hacía gracia alguna. Se llevaba bien con su tía y con sus primos, pero era imposible llevarse bien con alguien cuyo divertimento durante aquellas cenas era realzar los defectos de los demás. Sobretodo los de la propia Melisa. El motor del coche se detuvo, y escuchó el sonido del freno de manos, señal de que habían llegado y era hora de abandonar el vehículo para adentrarse en su pequeño infierno personal, camuflado entre una fachada blanco inmaculado, un jardín adornado con flores y una puerta entreabierta tras la cual asomaba la cara de Will, su primo pequeño, el cual lucía una sonrisa que iluminaba aún más aquellos ojos azules que la genética le había dado. Se bajó del coche, bostezando y volviendo a arreglarse la coleta, la cuál se había desecho por no haberla hecho bien desde un primer momento. Realmente podía notarse en su cara que no estaba cómoda y que si por ella fuera estaría en su habitación con el portátil en su regazo y haciendo cualquier cosa. Melisa y su madre se acercaron a la puerta, y el pequeño William se lanzó a los brazos de Melisa, la cual curvó sus labios en una sonrisa a la par que lo cogía. 

  — Hey, pequeñín. ¿Qué tal has estado, eh? ¿Te han vuelto a castigar?

— No, me he portado bien. -El menor negó con la cabeza, enterrando la cabeza en el hombro de Melisa.-

— Así me gusta. Cada día pesas más, pronto no podré cogerte, William. 

Melisa se adentró en la casa con el niño en brazos y cerró la puerta tras de si con la pierna. Menos mal que Robert no había visto aquel sencillo y cotidiano gesto, pues para él hubiera sido suficiente para empezar la misma guerra de todas las veces. Saludó a su tía, a su prima pequeña y a Robert, el cuál la recibió con una sonrisa. Sonrisa que no fue correspondida por la joven, que tan sólo se limitó a darle dos besos de cortesía mientras dejaba a su primo en el suelo. 

— Deberías sonreír más a menudo, Melisa. Si sigues con el ceño fruncido todo el día te saldrán arrugas, y eso no queda bonito en una chica joven cómo tú. 

Silencio. Esa fue la respuesta de castaña, que pasó por su lado sin siquiera decir una palabra, encaminándose hacia el salón. William correteaba junto a Andrea, su hermana gemela, por toda la casa. Su madre y su tía discutían sobre cualquier banalidad de un programa de la televisión en la cocina  y Robert estaba en el patio trasero encendiendo la barbacoa. Sentada en el sofá, sus piernas cruzadas, y moviendo el pie casi en un gesto nervioso, se encontraba pensando en sus propias cosas. Quería salir de allí, pero sabía que le quedaban cómo mínimo unas dos horas qué tragar. Su teléfono móvil vibró, era un mensaje de su mejor amiga, Loreen. 

''Vaya mierda que no puedas venir otra vez... ¿Cuándo vas a dejar de ir a ver al cerdo de tu tío? A ver si lo pintas de rosa y lo vendes a alguna granja de una puta vez.''

No pudo evitar reír ante aquello, más sonoramente de lo que le habría gustado. Guardó el móvil en seguida cuándo Robert entró por la puerta, no vaya a ser que en una de esas miradas que le echaba de vez en cuando, leyese el mensaje.  

  — Ayuda a tu tía a poner la mesa, anda, qué bastante descansas a lo largo del día cómo para que vengas aquí a sentarte y no hacer nada. 

Melisa le dedicó una sonrisa rebosante de sarcasmo y le enseñó el dedo corazón, levantándose para ir a la cocina, no sin antes escuchar a su tío maldiciendo por detrás. Siempre lo hacía, y ya se había ganado antes algún que otro tortazo cuándo era más joven, pero esa etapa había quedado atrás. Tenía veintidós años, ya no se atrevía a ponerle una mano encima porque sabía de sobra que la otra se lo devolvería con creces. Entre las tres se encargaron de poner todo en orden; Retiraron las sillas, pusieron el mantel, los cubiertos, la vajilla...  Todo era rutinario en aquellas cenas aburridas. Pasaron los minutos y, casi sin darse cuenta, ya estaba todo preparado, así cómo tampoco se percató de que la comida se había servido en la mesa. Todo el mundo se fue sentando poco a poco y Robert se encargó de bendecir la mesa. Cómo odiaba aquello. No podía entender cómo un hombre tan asqueroso, o así lo definiría ella, era capaz de siquiera rezar un Padre Nuestro sin que se le atragantara cada palabra. Aquella pantomima terminó y por fin pudieron probar bocado. Aquel, quizás, era el único momento de los Viernes que le gustaba. Tenía que reconocer que, a pesar de odiarle, sabía cocinar la carne cómo nadie. Pero aquella momentánea paz se quebró por una voz grave desde el otro extremo de la mesa.

  — Bueno, Kate. ¿Qué tal las notas de tu hija? Me gustaría saber si el dinero que estoy invirtiendo en la universidad de mi sobrina está sirviendo para algo. 

— Pues.. va bien. Quiero decir qué -Se notaba claro nerviosismo en la voz de Kate, la cual miraba a su hija de reojo. -

— He suspendido los dos últimos exámenes. He estado enferma y no he podido estudiar en condiciones. -Contestó Melisa, con tono serio, clavando sus ojos azules en su tío.- 

— Ah, ¿Esa es la mejor excusa que has podido inventarte? Antes eras más creativa, Melisa. Si tu madre no te pone en cintura tendré que hacerlo yo. Voy a cerrarte el grifo. 

— ¡Robert, ha estado enferma de verdad! -Gritó Kate, mirando a su hermano, y luego a Melisa nuevamente.- Melisa, por favor. Tengamos la fiesta en paz. 

— Me importa una mierda si te lo crees o no, es lo que ha pasado. Preguntaste y te contesté, no hay más. 

— Niña malcriada. Sólo eres un estorbo y un quebradero de cabeza para tu madre. Lo único que vas a conseguir es volverla loca. ¿No te das cuenta de que estás echando tu vida y la suya a perder?

 — Prefiero echarla a perder a mi manera antes que ser un jodido estirado de mierda cómo tú, tan sólo espero que no les hagas pasar a tus hijos el infierno que me has hecho pasar a mi desde que entré al instituto. 

— Se acabó, fuera de mi casa. Ahora. Lo siento Kate, pero no voy a permitir que tu hija me hable de ésta manera.

— Robert, espera, ella sólo está...

En ese momento Melisa se levantó arrastrando la silla con brusquedad. En sus facciones había claro rencor, y en su mirada un brillo de furia e impotencia que parecía a punto de estallar en lágrimas. No lágrimas por sentirse mal por sus palabras, sino lágrimas por saber cómo acabaría la noche antes de entrar por esa puerta. Pero se encargaría de no volver a poner un pie en la casa de sus tíos. Nunca más. 

— Nunca más. -Musitó para si misma, casi en un gruñido.-

La castaña tiró con brusquedad del mantel que había en la mesa, llevándose consigo todo lo que había encima. El vino, la carne, los cubiertos, la servilletas... Todo era ahora un caos, y lo único que podían oírse eran los gritos de los tres adultos que había a parte de ella en aquel salón, y la risa de William, que lejos de verse superado por la situación, se reía de ella. 

''Querido diario. Dije que sería un día de mierda y me embarré hasta el cuello.''   

Página en blancoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora