Capítulo X

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El domingo, a las diez de la mañana, fui por Ludwig a su casa, le había prometido no llevar mi automóvil pues él dijo que quería caminar; primero desayunamos, luego fuimos al parque. En uno de los museos que conformaban el gran complejo artificial y natural, había una exposición y matiné de películas independientes, algo que a él, por lo que descubrí ese día, le gustaba mucho disfrutar. A las tres de la tarde, comimos en un restaurante de sushi, otra de las pasiones de mi compañero y después, acudimos a un centro de entretenimiento, dónde jugamos videojuegos.


-¡Ha sido un gran día! – aseguró caminando a un lado mío con sus manos entrelazadas tras su espalda, íbamos hacia el teatro, ya eran pasadas las seis de la tarde y no queríamos llegar tarde.

-Sí, es cierto – admití.

-Gracias por acompañarme...

-¿Qué dices? – lo miré de reojo – tu eres el que me acompaña, después de todo, fuiste tú quien aceptó salir conmigo hoy...

Soltó una ligera risa y después suspiró – siempre me sigues el juego – su voz empezó a cambiar hasta tener un tinte melancólico – pero la verdad, desde que te conocí quería tener una cita contigo – confesó y logró sorprenderme – aunque, supongo que no soy la persona adecuada.

-¿Por qué dices eso?

-Eres un chico popular – miró al cielo – hace tiempo, en primer semestre, todo el mundo supo que habías terminado con tu novio y, que no tenías intensión de nada con otro chico, porque lo querías mucho...

-Eso ya quedó atrás – dije con seriedad.

-¿Aún lo quieres? – preguntó sin rodeos.

-No – negué – hace tiempo que lo olvidé.

-Y, ¿por qué cambiaste de expresión cuando te lo mencioné?

-No lo sé – sonreí – es que, tenía mucho tiempo que no tocaba ese tema.

-Ya veo... Anda, debemos llegar al teatro...

Su semblante había cambiado, lo noté, pero trató de disimularlo. Quizá, si hubiese sido cuando lo conocí, el primer día en la biblioteca, le hubiera creído; pero ya teníamos meses de amistad y, aunque Ludwig no quisiera, era casi transparente para mí.

Llegamos al teatro, elegimos lugares y apreciamos la obra, un clásico, "Otelo"; más mi interés no estaba en la escena montada por los alumnos, sino en mi compañero. Ludwig estaba perdido en la obra, en el ambiente y se metía tanto en las emociones que, por momentos, su mano se aferraba a mi pierna, ejerciendo presión, sin siquiera darse cuenta. Cuando el espectáculo terminó, todos los presentes se pusieron de pie, aplaudiendo con emoción; Ludwig también, pero yo no, yo seguía viéndolo a él, no había nadie más para mí en ese momento.

Al salir, iba llamar a casa, para que el chofer fuera a recogernos, pero mi acompañante me lo impidió.

-Podríamos ir a cenar, ¿no lo crees?

-De acuerdo – asentí – ¿Qué te gustaría...?

-Hola David... – la voz de alguien que yo había dejado atrás hacia mucho tiempo, me interrumpió.

Cuando giré mi rostro lo observé, estaba acompañado por un chico, probablemente uno o dos años mayor que nosotros, quien me miraba con molestia.

-Hola, Israel – saludé con seriedad.

-¿Cómo has estado? – una amplia sonrisa se mostraba en su rostro.

-Bien y, ¿tu? – pregunté más por cortesía que por verdadero interés.

-Muy bien – aseguró – ¿nos presentas? – su mirada se posó en Ludwig con frialdad.

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