Capítulo IV

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— Elizabet.

Su piel se erizó al escuchar su voz.

Era una perfecta combinación de asombro y misterio, pero a la vez sonaba tan fanfarrona y engreída, como si disfrutara de la contrariedad que se asomaba en el rostro de la joven.

Ella sintió tambalearse por aquella simple palabra, pues no entendía nada. ¿Cómo por qué aquel hombre iba a saber la verdad?

Decidida a enfrentarlo y no quedarse con la mirada clavada en sus pies, lo miró, dándose cuenta de que aquellos ojos verdes la miraban severamente.

Entonces recordó ver aquella mirada antes, esos mismos ojos que buscaban en ella algo que no entendía y que estaba segura, no poseía.

Él, era el guardia que le había hablado sin modales alguno, y él que se atrevió a quitarle el casco que llevaba puesto cuando lo observaba a sus hombres y a él en el bosque.

— Mi nombre es Ana... — quiso corregirlo sin despegar su vista de la suya, pero él la había interrumpido.

— ¿Por qué mientes Elizabet? ¿Ya olvidaste que odias mentir?

Sus ojos se entrecerraron fulminándolo con la mirada, y no tardó tanto en odiar escuchar la voz del Rey llena de burla, pero debía admitir que algo andaba mal.

Mirarlo directamente a los ojos no le molestaba, era como si estuviera acostumbrada a desafiarlo y como si él se aprovechara de eso para que le quedara claro que su propósito era burlarse de ella, cosa que no soportaba, pero tampoco le iba a dar el gusto de caer tan fácil en su juego.

— No hable como si me conociera — sentenció —. Y le repito, que mi nombre es Ana...

— Elizabet Becket — interrumpió de nuevo, dando un pequeño paso más hacia ella —. Ese es tu nombre.

La mirada de él había cambiado, al igual que el tono de su voz, pues todo de él le dejaba claro que no estaba jugando, que lo que decía era serio y que ya les estaba cansando que ella se rehusara a aceptar la verdad.

Elizabet se quedó muda cuando comprendió que ese hombre sabía mucho más de lo que en realidad debía saber, entonces ya no fue capaz de sostenerle la mirada, y a cambio miró al océano, que se movía furioso, cuando antes se había mantenido en calma.

Dándole un poco de espacio, aquel hombre la paso de largo, no mucho, solo lo suficiente para observarla bien.

Hombros caídos, espalda encorvada levemente y pies casi desnudos por los desgastados zapatos que llevaba, sin contar el vestido tan viejo que usaba.

— Hay muchas cosas de que hablar — obtuvo la atención de la joven de vuelta, haciendo que se girara para verlo.

"Este hombre sí que está lleno de sorpresas"

Pensó, pues su voz ahora era tranquila, como si jamás se hubiera enfadado con ella.

— Yo no tengo nada de qué hablar con usted — finalizó, dando un par de pasos para escapar de él.

— He dicho que quiero hablar — atrapó uno de sus brazos haciéndola retroceder hasta que su cuerpo quedo muy cerca del de él.

Ella no opuso resistencia, y él la soltó en seguida, levantando una de sus manos a la altura de sus hombros hacia al frente, para que pasara a su oficina.

Sin decir nada lo obedeció, sintiendo en su pecho un sentimiento de resentimiento y a la vez de tristeza, no comprendía por qué, pero no podía dejar de sentirse herida.

Los dos ingresaron en un par de segundos y Elizabet se sorprendió de que no cerrara la puerta tras de él, pero debía confesar que se sentía más segura así, aunque después de recordar que él era un rey y que tenía la máxima autoridad, aquella puerta abierta no significaba nada.

Contra Espada (PAUSADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora