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“Usan la gubia para matar” se dijo Natalia con la respiración tan acelerada que creyó que no sería capaz de poder ver el final del ritual.

El Maestro bajó el puñal y lo colocó en posición horizontal sobre el cuello de Sara. Un par de centímetros separaban la hoja de su piel. Natalia comprobó que la pequeña posibilidad que existía de estar equivocada en su teoría sobre el ritual había desaparecido por completo, y con ella la esperanza de creer poder pararlo. Iban a matar a Sara delante de sus ojos, pero ni siquiera era capaz de dar un paso hacia ella. Sara miró el puñal y dejó de llorar. Ya no se movía. Dirigió sus ojos brillantes e interrogantes hacia el Maestro durante unos segundos.

Sara, vencida, apoyó su cabeza en el cilindro. El Maestro, que tenía empuñada la gubia por la trenza central, colocó una de las asas del arma bajo la barbilla de Sara, usándola para levantar su cabeza y dejar al descubierto la garganta de la muchacha. Aquel gesto hizo que Natalia bajara la vista para no seguir viendo.

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El Maestro desplazó la gubia por la piel de Sara, de izquierda a derecha, sin hacer presión, sin hacer esfuerzo. Natalia, que miraba el tablero de ajedrez que formaba el suelo, cerró sus ojos con fuerza.

“Nos protegemos de los Hijos de Nellifer.”

Natalia escuchó estremecida el silencio de la habitación. Los lamentos de sus compañeras habían cesado. Nadie hablaba y estaba segura que nadie se había movido de su lugar.

Décima doctaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora