Capítulo 7: noches de otoño.

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Comenzamos mi tercer año de instituto con un mensaje inesperado de Mary, diciendo que para qué narices íbamos a estar peleadas, que ni valía la pena ni nos llevaba a buen sitio. Por supuesto, acepté, no soy TAN rencorosa y hay que admitir que la chica es un sol. Las clases de tercero fueron las más tranquilas que recuerdo, si bien es verdad que tuvimos problemas con nuestra tutora porque era más bien imbécil. De ese año destacan las clases de geografía. No por la geografía en sí, que no me gusta, sino porque nos dejaban sentarnos en filas y grupos de cuatro. Recuerdo esas clases con especial cariño por la enorme frustración de Dylan y Sarah al intentar buscar un método por el cual yo pudiera aprenderme las capitales y los países de Europa (y su desesperación al comprobar que era imposible, que no me las aprendía), por los gráficos de colores de las importaciones de salmón noruego en Turquía que hacía Sarah, y por los comentarios de Lydia. Desde luego las clases de historia eran también divertidas, sobre todo la parte de arte, pero geografía se lleva la palma.

Como podéis adivinar, Dylan y yo estrechamos mucho los lazos este curso. Empezamos a hablar por las tardes, después de clase, y nos dimos cuenta de las mil y una pequeñas cosas que teníamos en común. Por ejemplo, los libros: nos encantaba el mismo tipo de lectura. Más de una vez nos hemos llevado uno u otro libro a clase y leído juntos, comentando los pasajes más divertidos o emotivos. Otra cosa en común era la música. Ambos somos completos y absolutos fans del rock clásico, si bien él apuntaba más a Pink Floyd y yo más a Barón Rojo.

Como pasa en todas las relaciones, esas conversaciones se fueron volviendo cada vez más profundas. Nos contábamos cosas el uno al otro de nuestras vidas, detalles que nos ayudaban a comprender el por qué de los actos del otro. Esto sonará increíblemente egocéntrico, pero si he encontrado a alguien que pueda hacerme frente mentalmente, es Dylan. Y Jake, el hermano de Megan, pero eso vendrá después.

Irremediablemente, cuando hablas de contínuo con una persona, lo ves todos los días, compartes casi todos tus gustos, os enamoráis perdidamente el uno del otro. Al menos, yo me volví loca por él. Él dice que él no, pero aún tengo mis dudas: uno no se va de vacaciones en navidad y avisa a todos de que va a volver cierto día, para luego volver antes y sólo decírtelo a ti. Pero bueno.

El caso es que yo no sabía cómo narices llevar una relación, con el historial de fracasos que llevaba, y además en secreto. Porque voy a explicaros la situación de la clase con una metáfora. Dylan era un príncipe, todo el mundo le adoraba. Yo era poco menos que una encapuchada en las sombras, estaba ahí porque tenía que estar. Y os preguntaréis, si tanto os queríais, ¿por qué no mandarlo todo a la mierda y estar juntos?

Porque las cosas no funcionan así en la vida, sólo en las novelas. Porque el haberle hecho elegir entre su reputación o yo fue lo que hizo que perdiera a Dylan, y creedme, aún escuece.

Os contaré la historia por partes.

Primero, empezamos a quedar por las tardes. Nada extraño, desde luego: ambos sabíamos que la clave de que todo fuera bien era tejer una maraña de mentiras y medias verdades lo suficientemente sólida para que, cuando los viernes por la tarde ninguno de los dos quedásemos, nadie sospechase demasiado. Al principio todo era muy... muy lento. Íbamos a un lago cercano a pasear, no sentábamos en los bancos o en el césped a comentar libros, y poco más. Estuvimos así cerca de un mes, hasta que me harté y le besé. Desde ese momento las cosas fueron bastante más entretenidas, la verdad. Engañábamos a la gente diciéndoles que nos íbamos a jugar a la play o cualquier chorrada, y nos escapábamos al parque a estar solos, besándonos y riéndonos. Por supuesto, a mí me bastaba, pero presionaba porque quería más. No se me ocurría que Dylan fuese a ser tan inocente, lo prometo. Es decir, mis amigos y yo no éramos vírgenes ninguno, y joder, Dylan tenía un físico envidiable. Suponía que ya habría estado con alguna muchacha.

Gracioso error, Dylan era virgen puro, como el aceite de oliva. Pero le pudo el orgullo (y las hormonas y las ganas de sexo, obviamente), y nuestras quedadas empezaron a subirse de tono.

Nos buscamos un sitio idílico. Vale, eran un descampado a cubierto de miradas, pero cuando atardecía la luz entraba entre las cañas de una forma adorable, y hacía dibujitos en nuestra piel. Al principio no hacíamos nada serio, nos limitabamos a besarnos y a meternos mano. Pero un día me harté, y le dije que quería más. Me besó y se rió diciendo que a qué me refería con más. Así que le bajé la (poca) ropa que le quedaba de cintura para abajo y senlo demostré.

No, por dios, no me lo follé, aunque hubiese querido. Sólo se la chupé. Todavía me río del gritito entrecortado de sorpresa cuando le pasé la lengua por la punta y le guiñé un ojo, antes de metérmela en la boca. Para ser justos, contando con la habilidad que tenía yo, y que era su primera vez, aguantó mucho más de lo que yo creía. Y se comportó como un perfecto caballero después, sabéis. A los diez minutos ya había aprendido cómo cogerme el flequillo y le tenía otra vez a la entrada de la garganta, jadeando y maldiciendo mientras entraba y salía de mi boca, húmedo y caliente, hasta que se volvió a correr.

Desde ese entonces, cuando quedábamos, íbamos allí directamente. Se convirtió en costumbre comentar avances de las series que veíamos ambos, desnudos, mientras me acariciaba y me mordía el cuello, el pecho y los pezones; o hablar de libros mientras notaba cómo volvía a ponérsele dura contra mi culo. Éramos niños de 15 años y a esa edad, el aguante es brutal.

Diario de Sasha Snyder.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora