3. Teoría de los agujeros negros: o de cómo mi vida era un asco

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Yo antes de todo eso era una chica alegre y despreocupada, como todas. Pero las cosas se fueron torciendo de una manera en que no me la esperaba y fue todo como sin venir a cuento. No sé ni por dónde empezar a explicarlo. A ver.

Voy a remontarme a mayo del 83, cuando conocí a Roddy. Bueno, ya lo conocía desde secundaria, pero fue a partir de mayo de ese año que surgió lo de "chico hace el tonto delante de chica y chica se enamora perdidamente". Él era un guapo de manual, con una perfecta sonrisa de dientes rectos, hoyuelo en la barbilla, el pelito negro a melenita, con chupa de cuero, moto, esas cosas que tienen los guapos de manual. Se llevaba bien con la mayoría de los chicos y no tenía problemas porque era demasiado perfecto como para darse cuenta de que muchos le envidiaban. Jugaba al fútbol bien, había posado para un par de anuncios de marcas de ropa de estas que nadie conoce, pero oye, eso era casi como ser famoso en tres cuartas partes del sur de Mánchester. No le importaban demasiado sus notas porque pensaba dedicarse a ser actor y molar, esos eran sus objetivos en la vida. Yo, por aquel entonces, era feliz saliendo con ese chico. Por supuesto sí que cuidé mis notas y no tuve problema en graduarme. Él lo hizo por los pelos. Aunque las malas lenguas ahora cuentan que se cepilló a la profesora de matemáticas. No quiero pensar en ello. El caso es que yo salía con el tío más guay de mi mundo y acababa de acabar el instituto dispuesta a comerme las calles cuando empezara Corte y Confección el curso siguiente. Lo tenía clarísimo, y de verdad que me gustaba mucho la idea.

Aquel fue el verano más feliz de mi vida. Hice planes con mis amigas, pasaba las horas muertas con mi novio, fue genial. De hecho no tengo quejas, que recuerde, hasta el 85, cuando todo empezó a ir a pique de manera catastrófica. Todavía me pregunto qué debí de hacer mal para que la vida me lo fuera pagando con una serie de desgracias que a poquitos no se hubieran notado, pero todas juntas fueron como el fin del mundo.

Cuando terminé en la academia, hice prácticas en un taller de costura y empecé muy emocionada. Lo que no sabía era que iba a trabajar demasiadas horas, en una sala con un montón de mujeres de mediana edad con gustos anticuados en música y moda, sólo subiendo bajos, cosiendo dobladillos o rematando ojales a mano. No era para nada lo que yo creía que era trabajar en "una colección". Además casi ninguna de las señoras me caía bien porque eran demasiado marujas y yo demasiado rubia oxigenada, según decían. Que yo me miraba al espejo y no sabía qué tenía de malo mi rubio natural, pero bueno. Sólo había una de la que aún tengo un buen recuerdo, porque un día que se me cayeron los dedales al suelo no se río e, incluso, me ayudó a recoger el que más cerca tenía de sus pies. Así eran las cosas. Me alegré el día en que acabaron los meses de prácticas. Recuerdo que eché un currículum en un taller que arreglaba ropa para modelos de fotografía. Roddy había insistido mucho en que lo hiciera, porque así él podría introducirse en el mundo de la moda. A mí no me seleccionaron para arreglar ropa, pero a él sí para posar con ella. Dijo que intentaría que me metieran, que había visto cómo trabajaban las chicas, midiendo, arreglando al momento, a veces incluyendo prendas propias... ¡eso me encantaba! Pero no sólo no lo hizo, sino que empezó a verse con una de esas chicas que le medían. Claro, por eso no le interesaba hablar de mi currículum. Y yo no lo sabía, por supuesto. Fue así que empezó a ser cada vez más oscura mi vida.

No me seleccionaban en ningún puesto de trabajo interesante por carecer de experiencia. En las tiendas de ropa del barrio tampoco porque no se necesitaba personal. Algunas amigas de mi madre venían a casa y me traían cosas para arreglar, pero lo que me pagaban no me daba para casi nada. Lo gastaba en fotocopias para seguir llevando mi currículum a todas partes. Cada vez tenía más broncas con Roddy, al que no entendía por qué su carrera en la moda le ocupaba los viernes por la noche. Se metió en una agencia de azafatas y azafatos y siempre tenía que promocionar bebidas alcohólicas en garitos los fines de semana y yo, preocupada como era lógico, empecé a ver las orejas al lobo, a escuchar los rumores que hasta ahora nunca había querido oír y a ponerme celosa perdida cada vez que él trabajaba. Así que sí, el trabajo un asco, sumado con que mi padre no paraba de repetirme la dichosa frase de «el dinero no crece en los árboles» y también lo de «¿es que piensas vivir del aire?». Mi relación se estaba descontrolando y yo creía que era por mi repentina obsesión con mi novio. Mis amigas empezaban a no soportarlo, cosa que me hacía ponerme a la defensiva. Si Roddy siempre había sido un amor, ¿por qué le odiaban? Yo creo que una vez no ayudé a una vieja a cruzar en un paso de cebra y por eso me estaba dando la vida una lección de supervivencia o algo parecido. Lo que viene siendo el Instant Karma, como dice la canción de John Lennon.

Decidí buscar trabajo de otra cosa, ahorrar y hacer más cursos de lo mío. De esos cursos con los que en ningún sitio pudieran decirme que no cuando llevara un portfolio. Eso haría. Fue cuando quedó vacante un hueco en el restaurante de pescado. No, no era mi ambición en absoluto, pero por no oír a mi padre, allí me presenté. Creía que eso alegraría a Roddy, porque los dos íbamos a tener dinero para hacer muchos planes, pero no. Entonces empezó con lo de «te huele el pelo a pescado. Tienes las manos ásperas...». Y yo ya desesperada venga a lavármelas una y otra vez con jabón del fuerte. Me entró estrés, de verdad. Un día estaba en el local, sirviendo a una pareja de cincuentones que no se decidía si por una cosa o por la otra, me entró tal ansiedad en el pecho que creía que me caería redonda, así que mis compañeras me mandaron a casa respirando en una bolsa. No sé para qué sirve respirar en una bolsa, a mí no me sirvió de mucho, sobre todo porque no se me quitaban unas terribles ganas de llorar. La que sí que lo hizo fue mi madre que rompió en llanto porque creía que me iba a morir, así que me llevó a urgencias alterando la calma familiar. Mi padre y mi hermana de verdad pensaron que me estaba pasando algo malo. Lo único que hizo la doctora fue mandarme reposo y aconsejarme ir al psicólogo. Obviamente no fui, eso es para locos.

El caso era que mi vida no era lo que hubiera esperado en ningún aspecto, pero al menos me quedaba mi novio. Sí, y la fiesta de Año Nuevo, en la que diría adiós al terrible 85 para darle la bienvenida a un fantástico 86. Pero no hubo tal bienvenida, porque la despedida fue tan terrible que ni celebré la fiesta. A dos días de Navidad, Roddy me soltó la bomba. Iba a ser inevitable que me enterara por unos o por otros. En la fiesta de Navidad que dieron los del estudio de fotografía, en la que se reunían los modelos que habían hecho campañas ese año, él y su amiguita del taller de costura se dieron el palo delante de la mitad de Mánchester, así que me fue llegando la información por todas partes. Creía que me iba a morir de la ansiedad que se me agarró bajo el esternón, así que fui a urgencias y otra vez me recomendaron ver a un psicólogo. Tampoco hice caso, porque eso es de locos y yo no estaba loca, sólo había caído en la madriguera de Alicia y no sabía cómo despertar de esa horrible pesadilla.

En enero él me llamó varias veces para que solucionáramos lo nuestro, pero mi madre, actuando como psicólogo, mis amigas y mi hermana no me dejaron contestar. Fue terrible. Y entonces me abracé al helado y a los muffins, y así me pasaba que cinco meses después no me cabían los pantalones.

Reconozco que el 86 no estaba siendo tan, tan, terrible. Al menos tenía trabajo, dinero propio y muffins. Mi vida social se reducía a la clientela habitual y a mis amigas cuando podía verlas los sábados. Pero siempre me iba a casa temprano porque no quería encontrarme a Roddy con la otra. Y sí, después de San Patricio, en febrero, ya todos creían que me había curado y que ya no me acordaba del guapo de manual. Ese era el tiempo límite que todo el mundo creía necesario para olvidar a alguien: dos meses. Pero no, mi duelo estaba durando más. Porque yo no podía entender por qué había sido tan ingenua, tan pardilla, tan estúpida y tan todo lo malo que se me podía ocurrir. Y no sabía a qué vieja no había ayudado a cruzar la calle y me había echado el mal de ojo. Por eso todo marzo me lo pasé persiguiendo ancianitas en los cruces, y a alguna hasta la obligué a cruzar cuando ni quería. Porque yo tenía que quitarme el mal karma que me había llegado de repente de la manera más rápida que pudiera. No soportaba tanta mala suerte seguida.

Pero, mi hermana mayor, dos años mayor que yo, de vez en cuando me traía una camiseta nueva porque curraba en una tienda en un centro comercial del centro, o me traía paquetes de muffins y me sentía un poco querida y eso siempre mola. Pero sí, reconozco que me regodeaba demasiado en mi desgracia. Aunque era el efecto colateral del cúmulo de todas las cosas. ¿Por qué no me dejaban un poco en paz siendo tan pesimista?

En esas me veía al acabar mayo: soltera, depresiva, glotona, con redecilla en el pelo y una talla de más.

O dos.


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