« Capítulo Once »

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Aurel amaneció junto con los rayos de Sol, cosa que solo había sucedido alguna vez. Observó su reloj, que marcaba las cinco y media pasadas de la mañana.

Apenas había dormido un par de horas, más no, se puso en pie, y caminó fuera de su cuarto, adentrándose en el de Brisa.

La miró durante un buen rato, pero tal como le había dicho, la dejó dormir en su día de descanso.

Se volvió a adentrar en su habitación, detuvo sus pasos delante del teléfono que colgaba de la pared, y se apuntó mentalmente llamar a su abuela cuando estuviera anocheciendo, para asegurase que estaba bien y para comentarle que por la noche no iría tampoco. Debía asegurarse de que Brisa no sufría ningún contratiempo por el traumático episodio vivido.

Volvió a acostarse en su cama, y al cabo de segundos, ya se hallaba completamente dormido.

El reloj de agujas marcaba las tres y media del mediodía cuando Aurel volvió a despertar.

Terminó de vestirse añadiendo una camiseta verde oscuro sobre su piel.

Volvió a asomarse al cuarto de Brisa, pero ésta aún descansaba plácidamente. Aurel se acercó con sigilo a la muchacha, colocó su cabeza sobre el pecho de ella, sin tocarla, y escucho tranquilamente como el latido de su corazón era constante, al contrario que el suyo, que martilleaba desbocado por si la chica despertaba y lo pillaba en aquella situación.

Una vez se hubo asegurado de que todo estaba correcto, bajó a la planta baja y salió al exterior. Recorrió el camino que tanto conocía hasta su banco, para dejarse caer allí, con la cabeza alzada hacia el Sol.

Después de varias horas allí, escuchó como la chica se desesperezaba y asomaba su cabeza por la ventana.

Brisa lo vio allí tumbado, y aunque quería no sentir nada, no pudo evitar negar con la cabeza mientras reía.

La chica bajó a la planta baja, arrastrando su cuerpo poco a poco, ya que aunque había dormido durante horas, se sentía cansada. Agarró dos manzanas y se las comió con rapidez, hambrienta. Se apuntó mentalmente pedirle a Aurel más comida, ya que las frutas se habían acabado y se no podía permitir alimentarse toda una vida de manzanas.

Volvió a subir lentamente por las escaleras, se adentró en su cuarto, que solo disponía de una cama larga y ancha, un gran armario de madera y un pequeño tocador donde había incrustado un espejo, que no había detectado hasta el momento.

Se acercó al espejo y se observó avergonzada, tenía un aspecto horrible y sus ropas parecían trapos.

Volvió a tumbarse sobre su cama, y volvió a apuntarse mentalmente pedirle al chico el acceso a las duchas.

Aurel pasó varias horas más tumbado bajo el Sol. Cuando se adentró, lanzó la bolsa vacía de las manzanas a la basura y volvió a subir al piso de arriba.

Se aseó durante varios minutos, y después volvió a su cuarto donde se durmió de nuevo, con un gran atardecer tras su ventana.

Había malgastado su día, literalmente.

A media noche de sábado, el chico rondaba por las calles, cruzando todo el pueblo hasta llegar a la granja de Emilia y Tiziano, los abuelos de Alba.

Después de haber cruzado la verja de la granja, para evitar que los animales se escaparan mientras los propietarios dormían, tubo que caminar por toda la explanada hasta llegar a la casa.

Aquel hogar era similar a todos los demás en la aldea, construido de piedras, con ventanas pequeñas y altos techos. Más no, a la derecha había un edificio similar, pero con puertas más grandes por donde los animales pasaban sin problemas.

Siendo Un MonstruoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora