« Capítulo Uno »

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Todo estaba tranquilo en las calles del pequeño pueblo del Clan de los Dorados, hasta que apareció él.

Corría como alma que lleva el diablo, transformado en monstruo para poder dar zancadas más grandes, chocándose con todo lo que le dificultaba su carrera.

- ¡Ten cuidado! - Le gritaron después de haber tirado una montaña de manzanas.

El muchacho se giró mientras corría, así tirando dos cuencos de agua y montando un gran estropicio.

- ¡Lo siento, Peter! - Grito él, más no, no hizo el afán de detenerse.

Solo paró de correr cuando llegó a una pequeña casa de piedra y con una ventanas diminutas, las cuales siempre estaban tapadas por unas gruesas cortinas.

Golpeó la puerta de madera, hasta que ésta se abrió.

Entró, cerrando la puerta detrás de si mismo, mientras recuperaba su forma humana.

- Llegas tarde, Aurel. - Su voz era áspera y con un leve tartamudeo, que demostraba la avanzada edad de la señora que entraba a la sala.

- Lo siento, abu. - Respondió él, mientras la ayudaba a sentarse en un pequeño sillón. Él, como era costumbre, se posicionó en el suelo delante de ella, con las piernas cruzadas, esperando que empezara la clase de hoy. - Deberías airear la casa, abu. Huele a rancio.

- ¿Airear la casa, dices? ¿Y dejar que entre toda la luz?

Aurel bufó desesperado.

- Abu, el Sol no te va a derretir. Puede que sea como un pecado para los monstruos estar a la luz del día, cosa que no entiendo, pero esta casa necesita que entre aire fresco. ¿De acuerdo?

- La luz es clara, echa para los buenos, hijo. Nosotros somos monstruos, rechazamos lo bueno.

- Lo que tu digas, abu. - Renegó él. Ciertamente era una tontería, pero cada monstruo con su tema.

Ella le acarició el pelo castaño tiernamente. Eran monstruos, sí, pero también sentían. No debían, pero lo hacían.

- Tus padres estarían orgullosos de ti, Aurel. - Dijo ella - Si solo hubieran podido escapar de aquel ataque... Ojalá nunca hubieran ido a por las zanahorias. - Añadió.

Aurel recordó aquel día como si hubiera sido ayer.

Cada cierto tiempo, hacían una emboscada para poder conseguir zanahorias monstruosas, pero cada vez que lo intentaban, los clanes de plata y bronce, estaban más que preparados, haciendo que nunca llegasen a pisar tierra de zanahorias.

En aquel entonces, Aurel tenía once años y tuvo que irse a vivir con su abuela. A los quince, cuando su abuela ya no podía hacerse cargo ni de ella misma, él se buscó un lugar donde poder vivir, a las afueras del pueblo. Hasta ese entonces, con diecinueve años y un día, se había valido por si mismo con un buen resultado, siendo ayudado por la gente de aquel pequeño pueblo.

Deja de recordar, Aurel. Se dijo a si mismo.

- Bueno abu, ¿qué vas a enseñarme hoy? - Intentó cambiar de tema, dejando los recuerdos a un lado.

- De este tema, ya te hablé hace un par de años, pero no estabas mentalmente capacitado para entenderlo, así que presta atención, ¿de acuerdo? - Él asintió. - La reproducción. - Aurel estuvo a punto de soltar una carcajada, pero la mirada de su abuela le advirtió de que no lo hiciera. - Sé que ya sabes como va el tema entre los dorados, así que este me lo salto. Como sabes, solo los dorados tenemos problemas para fecundar. Tanto los clanes de plata y bronce, como los humanos, pueden reproducirse sin problema. - Lo que en un principio era gracia, se había convertido en curiosidad - Entre dos platas, saldrá un plata. Al igual, que con dos bronces, saldrá un bronce. - Él asentía según su abuela iba explicando, para señalar que de momento lo había captado. - Ahora, la cosa se complica. Si un dorado mantiene relaciones sexuales con un plata o un bronce, nunca saldrá nada. En cambio, entre un plata y un bronce, puede salir plata o bronce, pero siempre, siempre será infertil. - Volvió a asentir - Entre un plata y un humano, tampoco saldrá nada. Pasa lo mismo con los bronces y los humanos.

Siendo Un MonstruoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora