Harry observó a la mujer que tenía delante. No era especialmente atractiva, pero poseía algo que le atraía profundamente. Tal vez fuera la enigmática sonrisa que esbozaban sus labios, carnosos y sensuales, o las voluptuosas formas que se adivinaban bajo el vestido. O quizá ese gracioso acento francés. Sophie, se llamaba.
-Veinte chelines –repitió.
Harry dudó. Eso era casi un cuarto de su paga, pero el deseo cada vez era mayor. Llevaba demasiado tiempo solo. Finalmente suspiró y negó con la cabeza. Necesitaba el dinero. Amaba el mar con toda su alma, pero no quería pasarse el resto de su vida vagando de un lugar a otro.
Ella insistió. Le cogió las manos y las colocó sobre sus pechos. Harry se apartó, con firmeza pero sin resultar violento, mientras volvía a negar con la cabeza. Consciente de que su cuerpo le traicionaba, dio media vuelta y se alejó lo más deprisa que pudo.
A aquellas horas la taberna estaba a reventar. Marineros a la espera del próximo barco, borrachos, prostitutas... Y piratas, bucaneros, traficantes de tabaco y esclavos. Port Royale, en definitiva. Le constaba que el gobierno inglés había intentado acabar con tales actividades, pero la corrupción en la ciudad aumentaba a cada día que pasaba.
De repente localizó a Richard sentado en una mesa, al fondo. Su rostro reflejaba una profunda concentración, mientras observaba fijamente un cubilete situado boca abajo. Al cabo de un rato pareció decidir algo y, muy lentamente, lo levantó, revelando dos pequeños dados. Durante unos segundos los cinco hombres se quedaron inmóviles, hasta que Richard soltó un grito de triunfo y golpeó la mesa con el puño.
Entonces su mirada se posó en Harry, y con una sonrisa arrogante recogió rápidamente las monedas y las guardó en un bolsillo.
-Un placer caballeros –anunció poniéndose en pie y, haciendo caso omiso a las miradas de odio que éstos le lanzaron, se acercó a su compañero.
-Veo que te diviertes.
La sonrisa de Richard se ensanchó.
-No lo sabes bien, amigo mío. Llevo toda la noche ganando. Me merezco un buen trago, ¿no crees? –dijo, dirigiéndose al tabernero-. Que sean dos, mejor. Yo invito.
Momentos después cogieron las jarras que el viejo les ofrecía y brindaron ruidosamente.
-Por mi buena fortuna. Bendigo el día que pisé esta ciudad.
Harry no pudo evitar sonreír ante la hipocresía de su amigo. Como todo buen marino, Richard detestaba la tierra firme. Sin embargo, no dijo nada.
-Bueno, y tú, ¿qué? –preguntó sobresaltándole.
-¿Yo?
-Sí Harry, ¿qué has estado haciendo?
Se apresuró a llevarse su jarra a los labios para no tener que contestar, y entonces escuchó una voz a su espalda que casi le hizo escupir la bebida.
-De entre todos los antros de este puerto infernal tenías que elegir precisamente este, ¿verdad?
Apretó los dientes y se giró para contemplar al último hombre al que deseaba encontrarse: John Penn, el segundo de a bordo. Ancho de espaldas como un armario, aunque más gordo que corpulento, poblado bigote salpicado de canas y expresión adusta.
Prácticamente toda la tripulación le aborrecía. Se creía superior a los demás sólo porque su padre había servido bajo las órdenes del duque de York en la batalla de Lowestoft. En pago por los servicios prestados a la Armada, el rey le había concedido a su hermano unos territorios arrebatados a los holandeses. Sin embargo, él no era más que un pobre diablo que no tenía donde caerse muerto. Un borracho que se dedicaba a intimidar a los grumetes y hacer alarde de un apellido que no merecía.
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Olas de tinta
Macera"Cuando la lucha entre facciones es intensa, el político se interesa, no por todo el pueblo, sino por el sector a que él pertenece. Los demás son, a su juicio, extranjeros, enemigos, incluso piratas."