Arrepentimiento

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"No me atrevo ni siquiera a ver a mi pobre hijita a los ojos," monologaba Emil con un tono de infinito pesar, mientras dos gruesas lágrimas le surcaban el rostro. Cualquier persona que mirase la situación desde fuera, tacharía al hombre de desalmado, carente del más mínimo interés por su familia. Él no pasaba más de cinco horas diarias en casa, pues se mataba trabajando en la compañía hasta altas horas de la noche, tras lo cual salía a toda velocidad, sin despedirse de nadie. Se iba directo hacia el único bar del condado. Allí se acomodaba en una esquina poco iluminada del mismo, y le pedía al mesero el trago de siempre: Whisky en las Rocas. Bebía con infinita calma, hasta quedar sumido en la taciturnidad. Se marchaba justo cuando comenzaban a cerrar el bar, lo cual sucedía a mitad de la madrugada. Se marchaba a pie y, al llegar a su casa, entraba por la puerta de atrás con sigilo, se quitaba los zapatos y subía las escaleras para llegar a su habitación. Se tumbaba en su cama matrimonial sin darse una buena ducha primero o al menos cambiarse de ropa. Llegaba tan agotado a casa que lo único que hacía era irse a dormir para que, unas cortas horas después, pudiese ser capaz de levantarse e irse de nuevo al trabajo. Era un monótono círculo vicioso de esclavitud hacia el trabajo y el alcohol, donde no quedaba espacio para nada más, ni siquiera un breve intervalo en que Dahlia pudiese verlo.

Nadie se imaginaría la vorágine de sentimientos que lo estaban consumiendo poco a poco. Con cada minuto que transcurría, el enorme peso de una amalgama de culpa, tristeza, impotencia, amargura y arrepentimiento destrozaban el corazón del joven padre. Jamás podría perdonarse a sí mismo por la bajeza en que había caído. Primero le arrebató la vida a la dulce Déneve y ahora, en cualquier instante, la de Dahlia también sería tomada. ¿Y por qué lo había hecho? Se dejó llevar por la cobardía y el egoísmo, no pensó en nadie más que en sí mismo y en su supervivencia. Sentía que él, más que nadie, merecía ser castigado con severidad, y deseaba con todas sus fuerzas ofrecer su alma en lugar de la de su pequeña. Pero sabía muy bien que aquello era imposible y, dado que jamás entregaría a Dahlia de forma voluntaria, los Olvidados sin duda vendrían por ella muy pronto, tal y como lo habían pactado.

Esa noche salió del bar más abatido que nunca antes, pues quedaba ya sólo un mes exacto para el decimoquinto cumpleaños de su pequeña, y de seguro ese sería entonces el último mes que la vería con vida. En el trayecto a casa, mientras caminaba como si sus pies fuesen de plomo, con la mirada perdida, cabizbajo, su mente acarició gustosa la idea de suicidarse. Ya no soportaba más el inconmensurable dolor de su corazón y no deseaba estar presente cuando la Legión le arrebatara a la niña. Así que decidió ir a verla mientras ésta dormía, una última mirada a su linda e inocente chiquilla, para luego decirle adiós a ella y al mundo para siempre. No deseaba que su despedida fuera desagradable, lo cual sucedería si Dahlia percibía el potente hedor etílico que se le escapaba con cada exhalación, por lo que cepilló tres veces sus dientes y lengua, se enjuagó con desodorante bucal y luego tomó una pieza de goma de mascar con sabor a yerbabuena. Se dirigió a la puerta de la habitación de la chica y, con mucho cuidado, comenzó a girar el pomo, pero notó que estaba cerrada con llave desde dentro, lo cual le extrañó un poco. Iba a utilizar la llave maestra que traía consigo, pero en ese preciso momento, alguien que no le era familiar salió a su encuentro.

—Padre, por fin has llegado. Pasa adelante, por favor. Dahlia anhela verte —declaró Milo, con una expresión de desánimo en el rostro—. No ha parado de llorar y de pedirme que fuera a buscarte.

—¿Quién eres, jovencito? ¿Por qué me has llamado padre? —inquirió con el ceño fruncido y una mirada cargada de desconfianza.

—Puedo explicártelo todo con gusto, pero preferiría hacerlo más tarde, si me lo permites. Ella te necesita ahora mismo.

Emil no se tranquilizó del todo con aquella afirmación del muchacho, pero no le quedó más remedio que hacerle caso. Se escuchaba sin dificultad el desgarrador lamento entrecortado de su niñita en el interior de la habitación. Ingresó muy despacio y se sentó al lado de ella.

—Papá... ¡Te he extrañado tanto! —chilló desesperada, al tiempo que lo besaba repetidas veces en las mejillas y el cuello, además de estrujarlo con fuerza contra sí, utilizando ambos brazos.

Emil no pudo contenerse más y prorrumpió en llanto. Acariciaba los cabellos de la pequeña y la besaba con suavidad en la frente.

—Te suplico que me perdones... Sé que te he dejado sola cuando más me necesitabas... Nunca voy a poder compensarte todos estos meses de abandono... ¿Crees que podrás perdonarme algún día, hijita? —clamaba en tono lastimero, mientras sostenía a Dahlia junto a su pecho.

—Claro que sí. No podría estar enojada contigo. Papá, yo... ¡te amo!

Milo contemplaba la escena en silencio. Estaba conmovido hasta el tuétano. Deseaba con vehemencia unirse a aquel tierno abrazo familiar, pero creyó más prudente esperar un poco, cuando su padre y su hermana estuviesen más sosegados. Pasó un largo rato para que las emociones de todos bajaran un poco la intensidad. Ya había amanecido cuando Dahlia por fin logró dejar de llorar y se quedó dormida en el regazo de su padre.

—Muchacho, no quiero ser maleducado o desconsiderado contigo, pues al parecer has ayudado a mi hija mientras yo no estaba. Sin embargo, ni siquiera conozco tu nombre o a tu familia y hace un rato me llamaste "padre." Por favor, explícate ahora —solicitó Emil, con mucha autoridad pero sin rudeza.

—Como digas, mi señor. Si no te molesta, creo que hay alguien que puede darte una explicación mucho mejor que cualquiera de las mías. Sé que es difícil para ti confiar sin saber nada de mí, pero te aseguro que, si decides hacerlo, todo irá mucho mejor. ¿Confiarías en mí, por favor? —contestó con gran respeto el muchacho.

—Pues, está bien. Te daré una oportunidad. ¿Quién es, entonces, la persona que me explicará todo, según me has dicho?

—Estás a punto de conocerla... Levántate, y trae contigo a Dahlia.

Aunque estaba bastante contrariado, el padre obedeció las instrucciones del chico. Se levantó despacio, teniendo mucho cuidado de no despertar a su hija. Una vez que estuvo de pie, cargando a la niña en sus brazos, se quedó mirando expectante a Milo.

—Ahora, quédate quieto y no apartes tu mirada de la mía, por favor —le pidió con suavidad el jovencito.

Entonces, lo sujetó por la cintura, como había hecho antes con Dahlia, y Emil pudo ver de reojo el destello dorado cegador. Segundos después, los tres estaban flotando frente a la misma extraña habitación en donde la chica había entrado horas antes, a punto de encontrarse ante la presencia de la hermosa Sherezade.

La Legión de los Olvidados [Saga Forgotten #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora