Galatea

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Hashim fue un joven y vigoroso príncipe árabe de la antigüedad, de alta estatura y musculosa complexión, con unos expresivos ojos tan negros como las noches sin luna, castaños cabellos ensortijados, piel canela y carnosos labios de sonrisa permanente. Su padre, el gran rey Badran, se sentía muy orgulloso de tener un hijo como él, pues aquel joven príncipe no solo era apuesto y fuerte, sino que también era un gran líder. Nunca tenía que alzarle la voz a nadie o recurrir a las amenazas para que sus peticiones fueran obedecidas con gusto y presteza por todos los sirvientes del palacio. Además, poseía talentos artísticos sobresalientes para la pintura, la música y la danza. Cualquiera de las princesas de los reinos vecinos se casaría con él sin dudarlo, pero Hashim parecía no mostrar interés alguno por las doncellas casaderas que asistían a los suntuosos banquetes reales que organizaba su padre dos veces al mes. No importaba cuán seductoras fuesen las miradas o cuántos halagos escucharan sus oídos, ninguna de aquellas damiselas lograba cautivar el corazón del muchacho. Su padre lo reprendía a cada segundo por haber adoptado esa actitud de indiferencia, y lo sentenció a que si no escogía para sí al menos una esposa antes de su vigésimo cumpleaños, se vería forzado a escogerla por él, sin darle cabida a posteriores reclamos. El príncipe ni se inmutaba, sólo escuchaba en silencio y se marchaba tan pronto como su progenitor terminaba de sermonearlo.

Para despejar un poco su atribulada mente, Hashim optaba por escabullirse del palacio a altas horas de la noche, cuando todos estaban durmiendo. Había un estrecho pasadizo que conducía al exterior, cuya entrada se encontraba localizada justo debajo de su enorme camastro. La diminuta y casi imperceptible compuerta se abría cuando si se introducía una llave de hierro que el muchacho había hallado cuando era pequeño entre las polvorientas reliquias apiladas en el sótano real. Gracias a su incansable curiosidad y su sed de aventuras, le fue posible dar con aquel portal. En una de sus tantas excavaciones imaginarias, se había deslizado bajo su cama con una vela en la mano. La tenue luz generó un débil resplandor en el piso, lo cual llamó la atención del chiquillo de inmediato. Cuando se acercó para mirar cuál era el objeto que estaba causando el rebote de la luz, descubrió que se trataba de una representación tallada en plata del Ifrit, cuya boca estaba abierta como resultado del gesto iracundo en su rostro. Al examinar con detenimiento la imagen, notó que su boca abierta tenía la forma de una cerradura. Probó si su llave de hierro encajaba en ella, pues siempre la traía consigo en el bolsillo interior de su túnica. Sus ojos se iluminaron cuando se produjo un ruidito que le permitió girar el cerrojo hacia la derecha. Desde ese día en adelante, tuvo vía libre para entrar y salir del palacio cada vez que se le antojase.

En una noche más cálida de lo normal, Hashim se paseaba por las solitarias callejuelas de la zona más pintoresca del pueblo. El oscuro escenario lucía bastante calmado, ya que no soplaba el viento. No había ningún transeúnte o tan siquiera algún viajero foráneo que estuviese de paso por allí. Sin embargo, a lo lejos, si se aguzaba lo suficiente el oído, podía escucharse un hermoso canto tribal. El joven príncipe se percató de aquello, así que se apresuró dando grandes zancadas hacia el punto de donde creía que venía el sonido melodioso. Se quedó atónito al contemplar a quien entonaba llena de alegría una canción muy popular de la época. Una muchacha gitana danzaba al compás de un pandero que agitaba con su mano derecha. Su exótica belleza era incomparable. Poseía una larga cabellera de exuberantes rizos negros que le acariciaban su finísima cintura con cada paso que daba. Su piel era tersa y de tonalidad olivácea, y en su lustrosa mirada parecía haber capturado una porción del océano. Al saberse observada por un caballero, la chica giró su cabeza con suavidad y clavó sus penetrantes orbes celestiales en los de Hashim. El impacto emocional en él fue inmediato. Supo en su corazón que esa joven era la que había estado buscando.

Su nombre era Anwar. Entre su gente la conocían como una increíble cantante y bailarina, pero por sobre todas las cosas, ella destacaba debido a sus inusuales poderes de clarividencia. Nadie le había enseñado nunca sobre las artes de la adivinación; era una habilidad que poseía de nacimiento. Esas cualidades fascinaron aún más al joven príncipe, hasta el punto de que se obsesionó con la bella gitana. No pensaba más que en volver a verla, por lo que empezó a salir del palacio a todas horas, sin tomar las debidas precauciones ni preocuparse por las consecuencias de sus actos. Un día desafortunado, cuando él estaba por llegar a su cuarto, la mujer que hacía la limpieza de sus aposentos entró sin avisar, sorprendiéndolo justo en el instante en que abría la compuerta bajo la cama e ingresaba de nuevo a la habitación. La sirvienta gritó a todo pulmón, presa de un enorme asombro, lo cual atrajo la atención de los guardias que custodiaban esa área. El informe de lo sucedido no tardó en llegar a oídos del rey, quien se llenó de gran cólera ante la desobediencia y las mentiras de su hijo. Por esa razón, le prohibió seguir saliendo del palacio si no tenía autorización y una escolta apropiada. Hashim lloró con amargura por semanas, pues sabía que si salía de la manera en que el soberano estipulaba, la guardia real lo detendría si intentaba acercársele a Anwar, una simple plebeya gitana. No tenía forma de comunicarle a ella lo que estaba sucediendo, ya que lo tenían vigilado día y noche desde el instante en que la sirvienta lo descubrió. Su hermoso romance había acabado.

La Legión de los Olvidados [Saga Forgotten #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora