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Llegué a la universidad.

Aún no vi a Maggie.

Paseé por los pasillos a mi clase, cuando vi un grupo de mis compañeros riéndose alrededor de una puerta.

Me acerqué a ellos.

- Hola tíos. ¿Qué pasa?

Se apartaron un poco y bajaron el volumen de sus risas, dejándome oír golpes y gritos del otro lado de la puerta.

- ¿¡Pero qué estáis haciendo!?

- Divertirnos un rato, macho - me respondió Javier.

Los aparté a todos e intenté abrir la puerta.

Cerrada.

- Esto no tiene gracia. Abridla.

- Joder tronco, relájate macho. Estás un poco estresado tío - me dijo Carlos arrastrando las palabras, y poniéndome la mano en el hombro.

La aparté de inmediato, y forcé la cerradura, hasta que se rompió y se abrió.

Una melena anaranjada y despeinada abría paso a unas gafas negras y ojos de búho inundados en lágrimas, dentro de un cuarto de limpieza con un metro cuadrado de espacio.

- Hijos de puta - susurré.

Ayudé a levantar a Maggie y calmarla un poco, ya que temblaba y sollozaba ahora en mi pecho.

- Y ya vino el príncipe azul a salvar a la princesita en apuros - se burlaba Javier.

- Óyeme tío, no la vuelvas a tocar. No la volváis a tocar. Ni a ella ni a nadie. ¿Entendido? Porque ahora estamos en un centro educativo y no quiero rebajarme a vuestro nivel, pero quedáis avisados - les amenacé.

Odiaba eso, pero no podía permitir que fueran molestando a gente. Menos a la poetisa.

- Tranquilo tío - me empujó un poco Javier -. No te incumbe lo que hagamos, y no eres capaz de hacer daño a una mosca.

Justo se acercó un profesor a nosotros, y se fijó en la puerta y en Maggie llorando.

- Al final de clase, los quiero a todos en el aula 7. Doblas, acompañe a la señorita Friedman a su aula.

Poetisa «r.d.g»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora