zwei.

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Seattle, Washington.
03:17 am

Tristán no pudo dormir. Se había tomado, al menos, cinco tazas de café cargado y yo sólo había bebido media.
Esto algún día iba a terminar por matarme. Yo no podía vivir sin dormir. Ya ni siquiera era por gusto: era por necesidad. Todas las personas necesitamos descansar en algún momento y yo no lo había hecho en días.

Tristán jugaba con sus manos como si fueran baquetas sobre sus rodillas. Parecía ajeno a mi situación y a mi cara de cadáver. Me recosté sobre la almohada y cerré los ojos durante un breve minuto. Sentía su mirada penetrante sobre mi cuerpo.

— ¿Qué me ves? —Pregunté aún sin abrir los ojos.

—Perdón por hacerte esto—sonaba jodidamente arrepentido. Esto no era su culpa; Tristán no decidió tener ese padecimiento.

—Está bien—hice un ademán para tranquilizarlo y junté mis manos en mi pecho—. ¿Por qué no respiras un poco? Ven—alcancé su nuca con mis dedos débiles y tiré de él hacia mí para que se acostara en mi regazo. De nada iba a servir, lo sabía, pero eso me dejaba tranquila por un rato.

Se quedó así brevemente, en silencio. De vez en cuando entreabría los ojos para asegurarme de que él dormía, pero claro que no era así. Su mirada estaba perdida en un punto desconocido de su habitación. Había dejado de llover y sólo quedaba el rocío sobre el ventanal.

—Tengo una exposición a las ocho de la mañana. Quiero decir, en un rato...—murmuré y traté de incorporarme. Su peso me lo impidió—. Tristán, tengo que volver a casa.

—Siento mucho todo esto.

—Yo no. Estoy aquí porque te amo y porque me preocupas—aparté la mirada en cuanto dije eso. Hacía tiempo que no le decía que lo amaba.

—Yo también te amo—sonrió. Se desplazó al otro lado de la cama para que me pusiera de pie.

Busqué mi pantalón en algún rincón de la loza. Encontré mis zapatos debajo de la cama y me los calcé. Tristán ahora no dejaba de verme.

—Me llevaré el auto.

—Llévatelo, lo necesitas más que yo—cruzó los brazos debajo de su cabeza y miró al techo.

—Te veré después.

Planté un sonoro beso en su frente y salí de la habitación.
No le dije que lo vería mañana, pues no sabía si era cierto. Con Tristán nada tenías asegurado.

•••

Seattle, Washington.
03:45 am

— ¡Maldición, Tristán! —Lo maldije por tercera vez. Me había quedado varada con el jodido auto a mitad de la calle. Lo peor era que continuaba lloviendo y en cualquier momento se volvería una tormenta—. Mierda.

Busqué mi teléfono en mi pantalón y marqué su número. No tardó nada en contestar.

— ¿Qué pasa? —Preguntó con voz somnolienta.

—No te hagas el dormido, Tris. Sabías que el auto ya no tenía gasolina.

—Pensé que te darías cuenta en cuanto subiste a él, debo decir que estaba esperándote—se rio—. ¿Dónde estás?

—A tres calles de tu casa.

Un rayo volvió a caer.

—Camina.

—Eres idiota—dije alterada. ¡Claro que no iba a caminar!

—Sí, algo, pero ¿para qué voy yo?

—Voy a dejar aquí el auto. No sé cómo lo voy a mover, pero creo que tomaré un taxi hacia mi casa.

—Oye, gran pensadora Lexie, ningún taxi va a hacerte la parada a esta hora, la idiota aquí eres tú—odiaba sus burlas. Estaba muy cabreada—. Bien, iré yo. Llevaré gasolina.

Le agradecí con irritación y aventé el teléfono al asiento del copiloto, donde solía sentarme cuando Tris raramente conducía. Casi no salíamos de su habitación, ¡y ojalá fuera por estar follando!

Yo amaba a Tristán.
Con él conocí muchas cosas, tanto buenas como malas.

Aprendí a amar, porque fue el primero en todo. Aprendí a odiar, porque era primeriza y no entendía realmente las relaciones.
Conocí la desesperación cuando me habló de sus problemas para dormir y tenía que acompañarlo en aquellas largas noches. Conocí la paciencia cuando entendí su situación, cuando por mi cuenta me quedaba despierta con él.

Tris llegó con un galón de gasolina. No iba a ser suficiente ni para terminar un día, pero con eso me llevó a casa. Estacioné el auto y le pedí que lo llevara para regresar, pero se negó. Él tenía todo el tiempo del mundo —todo lo que quedaba de la madrugada— para caminar hasta su departamento. Volvió a besarme lentamente cuando me dejó en la puerta de mi casa y lo vi emprender camino hacia su vivienda. Se había cubierto la cabeza con un gorro y podía ver a la distancia el halo del vapor saliendo de su boca.

Nosotros y ese maldito auto. Lo habíamos comprado una noche estando ebrios. Nos costó unos veinte dólares y una caja completa de cervezas. Era nuestro. Teníamos ahora un nuevo problema... Uno de muchos.

En los ojos de Tristán | LIBRO IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora