sechs.

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Seattle, Washington.
09:24 am


En la casa de Tristán, todo parecía gris. Las paredes, los muebles, incluso el ambiente se sentía demasiado triste como para tolerarlo. Yo iba a visitarlo después de que mi horario de clases finalizaba y dejaba a un lado el poco color que quedaba en mí. 

Todos me preguntaban, incluyendo a mis profesores, si yo tenía algún problema familiar. Supongo que lo decían porque mi rostro me delataba: estaba demasiado cansada. Las ojeras se hacían cada vez más grandes y no quedaba ni rastro de Lexie Walke. El cansancio estaba carcomiéndome, sobre todo porque Tris no podía dormir bien, y eso significaba que yo tampoco.

Él lloraba. Lo hacía cada vez que mis ojos perdían la batalla contra la fatiga, pero sus sollozos siempre llegaban a despertarme. Ni siquiera tenía que hablar para consolarlo; él sólo se hacía, nuevamente, un lugar en mi pecho y se acomodaba. Así me aseguraba de que iba a estar bien, al menos por un rato.


Esta era una mañana tranquila. Tristán había decidido ver una película para que ambos nos distrajéramos y claro que no me negué a ello. Escogió su favorita: El Hombre de Acero. Él amaba los cómics casi tanto como el hecho de tenerme a su lado en sus situaciones más difíciles.

Era algo que yo hacía por el infinito amor que le tenía; me gustaba verlo feliz, y si eso significaba que tenía que ver todas y cada una de las películas sobre La Liga de la Justicia, definitivamente lo iba a hacer.

Y lo mejor de todo era que habíamos conseguido dormir una hora y media. Eso ya era un enorme avance para él. Para mí.

Tenía su cabeza apoyada en mi regazo y con la mano izquierda acariciaba suavemente mi rodilla. Yo me encargaba de jugar con su cabello, en primera instancia porque me encantaba y a él le gustaba que yo lo hiciera. 


 —Oye, ¿tomaste tus medicamentos?—Le recordé. Después de todo, seguía sin confiar en él y en todas las veces en las que me afirmaba que lo había hecho.

—Pues..., ¿sí?

— ¿Estás preguntándome o respondiéndome?—Enarqué las cejas a modo de acusación y él hizo una mueca.

—Perdóname, mamá—se puso de pie y caminó a la cocina riéndose.


Me limité a voltear los ojos y no decirle nada. A él no le gustaba ser presionado, mucho menos cuando estábamos pasando por esto, pero a mí no me gustaba que mintiera. Yo sólo quería lo mejor para él. 


 — ¿Entonces tú ya tomaste la pastilla?—cuestionó una vez que volvió conmigo al sofá.  

—No sé de qué hablas.

—La del día siguiente, boba.

 — ¡Mierda!—Exclamé y salí corriendo en dirección al baño. Después de unos cuantos días, ya era como si viviéramos juntos. Mi cepillo de dientes, mi shampoo y mi ropa sucia ya estaban en su casa, así que eso nos volvía una relación oficialmente formal. La última pastilla que podía salvarme la juventud estaba ahí, esperando ansiosa a ser ingerida. 


Tristán ya me esperaba con un vaso de agua en la habitación. Le agradecí con la mirada y la bebí de inmediato una vez que me coloqué la píldora en la lengua.


—Nos necesitamos con locura—admití. Él asintió y rápidamente rodeó mi cintura con sus fuertes manos. Estaba recuperando la energía que había perdido cuando decayó.

— Te necesitaré toda la vida, Lexie.

En los ojos de Tristán | LIBRO IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora