Capítulo 8: El jardinero real

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La partida de Mael me hacía sentir liberada y a la vez sola. Pasé los primeros días ayudando en los quehaceres del palacio para estar con Briana, pese a que me corrían de ahí con frecuencia. Mi antigua Nana no dejaba que me acercara a la cocina o los cuartos de la servidumbre y desde que el Rey se fue se la pasaba pegada a mi como una sombra.

Recogí mis pinturas y pinceles, yendo a los jardines del palacio para concentrarme en mis dibujos, pero las flores siempre eran las mismas y los pájaros siempre cantaban la misma melodía. Terminé aburrida de buscar como no aburrirme.

Tres lunas habían pasado apenas y sentía que no aguantaría mucho más tiempo así.

—¡Helen! —el grito de Bri me hizo regresar de mis cavilaciones— Te estoy hablando —sonaba irritada—, ¿Cuál te gusta más? —me mostró un par de vestidos, poniendo a competir uno rojo de uno turquesa, como si en realidad me importara la ropa que vestiría ese día.

—El carmín es lindo —volví a recargarme en el barandal del balcón, fijando la vista de nuevo en el horizonte. A pesar del sol no podía evitar pensar que el día seria gris, igual que los anteriores. Por un momento me pregunté que estaría haciendo Nathaniel en ese momento y deseé salir de nuevo al pueblo, pasear entre sus calles y encontrarme con ese par de ojos grises.

—¿Lo extrañas mucho no es cierto? —preguntó mi amiga a mis espaldas, entendiendo que se refería a mi prometido.

—Demasiado, me siento tan aburrida y... sola.

—Así se siente el amor —canturreó emocionada tomando mis hombros para darme vuelta— o, mejor dicho, así se siente la ausencia de él —suspiró ilusionada—. Sabía que terminarías enamorada de su Alteza. ¿Cómo resistirse a ese rostro y a esa mirada? —entrecerré los ojos. De hace años sabía lo que Bri sentía por él, aunque nunca me atreví a decírselo, hasta ahora.

—Suenas más enamorada tú de él que yo —mis palabras fueron juguetonas, pero eso no evitó que palideciera, desviando la vista.

—Princesa... —su voz fue titubeante.

—Tranquila, no tengo porque decírselo a nadie. Soy consciente de que el corazón a veces le gana a la razón y nos hace sucumbir por la persona menos esperada.

—Hablas del plebeyo —aseguró, interpretando bien mis palabras.

—No lo llames así, suena despectivo.

—Es lo que es.

—Al igual que yo. Recuerda que también fui una —le recordé, permitiéndole que me ayudara con la vestimenta.

—Ante los ojos de cualquiera dentro y fuera de Éire, eres una Princesa. No rechaces tu título, que muchos desearían contar con la suerte que tienes —aseguró en tono serio.

—No siempre es una bendición formar parte de la familia real. Si supieran lo que es estar en mis zapatos se lo pensarían dos veces antes de desear algo así.

—Helen —esta vez su tono fue de molestia—, desde que te conozco te quejas de la posición en la que estas, pero aun así sigues llevando esos hermosos vestidos, durmiendo sobre lana fina y cubriéndote del frio con las mejores pieles en el invierno. Date cuenta de lo que te rodea. Joyas preciosas adornan tu cuello y portas coronas más caras que el sueldo de un año de cualquiera en el pueblo.

—Yo no pedí esto —me defendí, ofendida.

—Pero tampoco pareces querer rechazarlo, solo te quejas, victimizándote y haciéndote la humilde, cuando sigues comportándote como todos ellos, viéndonos por encima del hombro al pasar —sus ojos se llenaron de lágrimas.

La Princesa de ÉireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora