Capítulo 9: Bajo las estrellas

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Pasé la mayor parte de la tarde en la tina de baño, repasando mil veces lo que viví apenas hace unas horas en los jardines. Mis mejillas seguían ardiendo cada que observaba la mano en donde Nathaniel posó sus labios para besarla. Lancé un suspiró, no paraba de hacerlo. Mi corazón ardía mientras la boba sonrisa no abandonaba mi rostro. Así se sentía entonces... Sin duda alguna estaba enamorada y no tenía idea de que hacer ahora. El compromiso seguía en pie y pronto debía comenzar con los preparativos para la boda, aunque lo único que deseaba era pasar tiempo con el nuevo jardinero que mantenía mi mente ocupaba con sus palabras amables y su cálida mirada. Quise estar el resto de mi tarde a su lado, pero corríamos el riesgo de ser vistos al permanecer tan cerca del palacio, así que le sugerí vernos al anochecer en el quiosco al lado del lago, en donde nadie nos molestaría.

Me enclaustré en mi cuarto hasta que el sol se ocultó y bajé con rapidez a cenar, ansiosa de que las horas pasaran con rapidez. Me senté en mi sitio de siempre, al lado del de mi padre, notando lo solo que se veía el lugar. Los sirvientes seguían de pie en donde solían estar, pero faltaban las personas más importantes para mí. La ausencia de ambos me resultaba difícil de sobrellevar. Nunca había estado separada del Rey y Mael al mismo tiempo y quizá me sirvió para entender cuanta falta hacían en mi vida. Comí de mala gana, tomándome más tiempo del necesario, dejando divagar mi mente al llenarla de recuerdos elaborados en ese mismo espacio. El comedor era el corazón de la casa, el núcleo en donde nos reuníamos a platicar por horas, compartiendo nuestros mejores y peores momentos del día, el lugar en donde nos olvidábamos de los títulos y convivíamos como la familia unida que éramos. Levanté la vista a la silla del rey en el inicio de la mesa, tan sola y fría. Mis ojos se cristalizaron, pero no me permití llorar por eso. Mi padre regresaría dentro poco, no era como si lo hubiera perdido para siempre, así que retuve las lágrimas y me concentré en pensar que pronto regresaría para alegar mis días. En algunas semanas volvería a escuchar su risa y sus consejos. Amaba a mi padre y ahora que tampoco podía compartir mi tiempo con Mael, de alguna forma me sentía vacía.

La silla se arrastró chillante sobre el suelo cuando me puse de pie, dejando casi la mitad de mi plato sin probar. Los sirvientes no objetaron cuando me vieron marcharme sin más y solo agacharon sus cabezas cuando pase a su lado, permitiéndome irme. Sin nadie a cargo del castillo era la patrona ahí y mis deseos eran ley, hasta que Kenneth apareciera para arruinar mi vida. Volteé los ojos al cielo recordando que esta paz seria momentánea. Pronto ese ser insoportable se pavonearía como el amo y señor del palacio en lo que durara la ausencia de mi padre. Me negaba a aceptar que necesitaba de su "cuidado". Una dama también podía cuidarse sola. Yo era perfectamente capaz de ganar un combate de espada contra cualquier hombre, pero claro, el Rey Cormac jamás dejaría de verme como su adoraba y frágil niña.

Aguardé en mis aposentos hasta ver la luna brillar en lo alto y supe que era hora de encontrarme con Nathaniel. Desde que terminé la cena me dediqué a hacer una lista mental con los pros y contras de encontrarme con él. Me descubrí enlistando razones absurdas para encontrarnos, descubriendo que no necesitaba hacer una lista para saber si verlo o no, eso era algo que ya estaba decidido. De todas formas mi subconsciente intentaba de alguna forma hacerme entender que verlo estaba mal e intentaba ponerme trabas como una absurda lista de pros y contras. Me reí de esa pequeña pelea interna conmigo misma.

Después de reflexionar sobre el tema me senté frente al peinador, observándome, intentando encontrarme entre el reflejo de la joven que tenía en frente. Solía pasar horas frente al espejo, intentando reconocerme y redescubrirme, algo que me costaba cada vez más. En el fondo veía a la campesina triste que perdió a sus padres y en la superficie era la Princesa Helen, que gozaba al quejarse de los privilegios que tenía. Sentía que por más que me veía no me conocía. Bajé la mirada buscando mis manos, adornadas con caros anillos, entre los que resaltaba el de compromiso en mi dedo anular izquierdo, aquel que llevaba directo a mi corazón, en donde ahora posaba mi mano intentando encontrar en mi misma las respuestas a los problemas que me aquejaban. De nuevo dirigí la mirada al frente, viendo a la pequeña niña perdida.

La Princesa de ÉireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora