Lunes 23 de junio de 1969 - Mario.

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23 de junio de 1969. Lunes.

Ni siquiera le hizo falta abrir los ojos aquella mañana para saber que sería uno de los días más largos de su vida.

Todavía tenía grabada a fuego la cara desencajada por el asco y, muy probablemente, el odio, del que hasta la tarde anterior había sido su jefe durante los últimos meses. Los reproches, los insultos y los gritos aún retumbaban en sus oídos como si alguien estuviera reproduciendo una y otra vez el mismo vinilo desgastado.

Le habían despedido justo tras el mostrador donde, todos los sábados y domingos desde hacía casi medio año, tomaba pedidos y servía bandejas de comida basura sin descanso. Su superior ni siquiera se había molestado en llevarle aparte, al almacén o a la cocina. Nada de "Mario, tengo que hablar contigo" y llevar a cabo aquel injusto despido en una zona del local donde no fuese el centro de decenas de miradas curiosas. Para qué. El restaurante estaba lleno, pero él no merecía esa simple muestra de respeto. Porque alguien le había contado a su jefe que le gustaban los tíos.

Se tapó la cara con la sábana, que olía a suavizante, en un intento de alejar aquellos recuerdos de su mente y de ser capaz de reunir fuerzas para enfrentarse a lo que le esperaba, pero seguía sintiéndose incapaz, como si su capacidad para plantarle cara a la vida hubiese desaparecido, diluida en aquella escena que no dejaba de ocupar su mente. Mientras el segundero del reloj se aseguraba de dejarle claro que el día comenzaba aunque él no estuviera preparado, su sádica memoria le regaló una última imagen: Kristen, Ashley y Taylor, sentadas en la primera mesa de la derecha, observando la escena sin perderse detalle y con sus hamburguesas olvidadas sobre las bandejas.

Muy a su pesar, el día se presentaba horrible, pero interesante.


Los lunes el cansancio solía apoderarse de cada fibra de su cuerpo por culpa del trabajo de fin de semana, que compaginaba con sus estudios como buenamente podía, y aquel inicio de semana no era una excepción, incluso aunque no hubiese trabajado. Apenas quince minutos después de haber despertado, y pese a no haber recuperado aún sus pocas ganas de iniciar un día más, ya estaba bajando las escaleras completamente vestido, peinado y con su mochila cargada de libros al hombro. Y que fuera lo que Dios quisiera.

Escalón tras escalón y paso a paso, llegó hasta la cocina y cruzó la puerta. Un gesto cotidiano que se había convertido en su primer desafío del día.

Se hizo el silencio en cuanto puso el pie sobre aquellas baldosas rojas y blancas que nunca le habían gustado demasiado. Su padre tomaba café en una taza blanca y enorme, como siempre, y su madre se afanaba por mantener la cocina impoluta, delantal incluído, también como siempre. Había oído sus voces conversar desde lo alto de la escalera, pero en ese momento parecían estatuas. Ninguno le miró. Ni él alzó la mirada de su periódico ni ella la apartó de la encimera. La única evidencia de que Mario estuviese en la habitación era él mismo.

Dio gracias porque Nina, su hermana mayor, siempre saliera de casa antes que él, puesto que no estaba seguro de que sus padres le hubieran contado nada y él no se sentía con fuerzas para explicarle la razón del comportamiento de sus progenitores. Tampoco estaba seguro de la forma en la que la chica reaccionaría y ya tenía suficientes personas a las que enfrentarse aquella mañana para añadir otra, y una tan importante, a su lista. Carlos, el pequeño de la familia, seguía durmiendo, probablemente ajeno a todo.

Dejó la casa con un "hasta luego" al que ninguno de sus padres contestó, y al tomar el autobús que le llevaría al instituto le asaltó la certeza repentina de que podría haber sido peor. Mucho peor. Podía enfrentarse a aquel muro de silencio; lo que no podría haber enfrentado nunca habría sido que reaccionaran con hostilidad. Aquel mudo rechazo había sido incluso suave y agradable.


El instituto, sin embargo, no fue tan sencillo de ignorar. A Taylor, Kristen y Ashley les sobró el tiempo para hacer correr la noticia por todos los grupos en los que se dividía la población estudiantil como si de pólvora en unos fuegos artificiales se tratase, y en cuanto cruzó el umbral de su aula se vio convertido en el centro de atención de todos sus compañeros. Sonrisas socarronas, miradas de burla y cuchicheos se sucedieron entre los adolescentes, y él las ignoró lo mejor que supo. Por desgracia, eso no fue suficiente.

Lo más insoportable fue aguantar los minutos de descanso entre lección y lección, en los que tenían que cambiar de aula y todo el instituto salía a los pasillos. Los pocos metros que separaban un aula de otra se le hicieron tan largos como debía ser para un condenado a muerte el pasillo hasta la silla eléctrica. Nunca había sido un chico popular, pero de repente todo el mundo parecía conocer su nombre y le señalaba con el dedo. Tuvo que esquivar zancadillas y gritos de «¡maricón!» a partes iguales, mientras ignoraba los pequeños grupitos que susurraban entre sí y trataba de no hacer contacto visual con nadie.

Al final, la angustia le venció y terminó saltándose la última clase, escondiéndose en el cuarto de baño de la segunda planta, cerca de la sala de música.

El instituto nunca había sido especialmente agradable para él, de todas formas. Siempre había sido diferente a sus compañeros; su piel más tostada, su pelo y ojos más oscuros. Su marcado acento. Ni siquiera era todo lo alto que se esperaba de alguien de su edad. Sus padres se habían mudado a Nueva York desde México cuando él apenas tenía cinco años, Nina ocho y Carlos aún no existía. Los dos niños habían aprendido el idioma con rapidez, pero nunca se habían deshecho de su acento ni habían llegado a pronunciar exactamente igual que los nacidos allí, ni siquiera después de doce años en aquella ciudad, sin haber vuelto a tener contacto alguno con su país natal más allá de su propia familia y algunos amigos que habían emigrado a la Gran Manzana. El único que jugaba con ventaja era el menor, Carlos, quien al haber nacido allí no había tenido problema para adoptar el acento y expresiones de un nativo norteamericano. Con nueve años, lo único que delataba su procedencia extranjera era su aspecto.

Ser gay sólo significaba que tenían una razón más para despreciarle; algo que utilizar para engrosar la lista de todos aquellos detalles de su persona que consideraban inadecuados, cuestionables y repulsivos. No era para tanto. Terminaría ese curso e intentaría ir a alguna universidad cercana, con suerte fuera de Nueva York, aunque también había pensado continuar en aquella ciudad pero alejado del domicilio familiar. En cualquier caso, para eso necesitaba dinero. Necesitaba volver a trabajar.

Y creía saber dónde podría hacerlo.


Cuando regresó a casa después de clase, más agotado de lo que recordaba haber estado en mucho tiempo y tras haberse quedado dormido varias veces en el autobús, su padre le estaba esperando en la pequeña sala, donde solían ver la televisión. Sentado en el sofá de brazos cruzados, el hombre señaló con un gesto el sillón individual de color azul marino que había a su derecha y le indicó que tomara asiento sin mediar palabra.

Tuvo que soportar más de media hora de reprimenda con argumentos que esgrimían la excusa de la moralidad y que finalizó con la amenaza de echarle de casa. La primera condición para que eso no sucediera era que encontrara trabajo. La segunda, que ocultara que era un "desviado" y llevara una vida "decente".

Mario aceptó, por supuesto. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Sólo tendría que asegurarse de que no descubrieran que el lugar al que pensaba ir a pedir trabajo el viernes por la noche sería Greenwich Village.


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