III

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A medida que los encuentros se repetían, Daniel se convenció de que el flechazo lo había recibido él. Josemari resultaba fascinante cuando se desinhibía. Congeniaban de maravilla y no pocas veces ocurría que se olvidaban del mundo al estar uno frente al otro.

Se sentía bien cuando estaban juntos, y el resto del tiempo se descubría pensando en él. Sin embargo, el síntoma más claro era que ver entrar a Josemari siempre le provocaba un atisbo de dureza en los pantalones.

Su jefe, que ya lo había pillado, se burlaba diciendo que ponía la misma expresión de un niño contemplando un chupete cada vez que Josemari aparecía. Ya era tiempo de sacar sus armas y lanzarse a la carga. Lo primero que hizo al iniciar su campaña heroica fue sobornar a Santiago para que se marchara más temprano y los dejara solos.

Pronto iba comprobar que Josemari no era una inversión segura, sino todo un riesgo. Si bien había dejado de buscar problemas, los problemas lo perseguían: una noche llegaron al bar tres gigantes preguntando por él, se trataba del matón al que le había hecho perder unos dientes, y dos amigos mal encarados. Lucían como si su mayor ocupación fuera llenarse de esteroides el cuerpo de metro ochenta que la naturaleza les había injustamente regalado.

-Aquí estás rata -soltó el tipo cuando llegó a la barra, dirigiéndose a Josemari. Este al verlo pasó de la sorpresa al miedo y del miedo a la furia en un segundo.

-¿Qué buscas imbécil? ¿Quieres que te mande al hospital?

-Vamos a terminar nuestro asunto afuera.

-Hoy estoy ocupado, vete a pasear.

-¡Que vengas rata!

El hombre lo empujó logrando que se tambaleara en la silla alta. El delgado muchacho se sostuvo a tiempo de la barra y saltó dispuesto a machacar al intruso

-Esto no es un club de pelea. Le agradezco caballero que se marche o llamaremos a la policía -ese era el discurso que Daniel soltaba a todos los buscapleitos, pero esta vez lo dijo con toda su furia contenida.

-El fenómeno y yo ya nos vamos -se burló el matón mientras aferraba del brazo a su objetivo y lo guiaba hacia la puerta.

La cosa no pintaba bien, sus brazos eran dos veces los de Josemari. Aquel Goliat podía muy bien destrozarlo con una sola mano, o al menos eso creyó todo el mundo. El joven se libró del agarre, lanzó su chaqueta de cuero hacia la barra y salió del bar sin decir una palabra.

Un enjambre de mirones se arremolinó en la entrada. Daniel se dirigió a la puerta de servicio, asegurándose de llevar cierto objeto en su bolsillo trasero. Cuando alcanzó la calle encontró a los dos contendientes frente a frente. El gigante no paraba de reproducir un sobreactuado discurso sobre dientes rotos. Su contrincante guardaba silencio y mantenía los puños levantados, moviéndose como quien está esperando la señal del juez en un combate deportivo.

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