ASALTO 6: UNA CHICA LLAMADA JUDE

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El ambiente no se calmó hasta cerca de cuatro horas después del suceso. La habitación del salón estaba hecha un desastre, el desmadre de todos les había llevado a desordenar más allá de lo normal el lugar. En el suelo se habían derramado bebidas, los muebles estaban movidos de sus respectivos sitios, todos los platos estaban desperdigados... era una clara atmósfera post-festiva. Tras dejar atrás la euforia, era el momento de remangarse, tomar aire y ponerse manos a la obra. Fue Andrómeda Lauretta la primera en darse cuenta de este hecho:

—Venga, no sean perezosos. Hay que dejarlo todo como estaba.

Todos se dispusieron a repartirse las tareas. Aldo Mira se hizo cargo de la fregona, limpió la parrilla y lavó los platos. Oliver Mendes se ocupó de colocarlos muebles en sus respectivos lugares, barrió la casa y ayudo a su camarada en la tediosa tarea de desengrasar la barbacoa. Mientras tanto, siendo Andrómeda una mujer tan obsesionada con la limpieza, no hacía otra cosa que estar corrigiéndolos de vez en cuando.

—No, cariño. Así no se limpian —insistió cuando Aldo estaba lavando los platos—. Tenés que pasar el estropajo con más fuerza para sacarles la suciedad más profunda. Anda, dejame a mí que yo sé. Alcanzame los vasos y así terminamos antes.

Muchos quizás podían considerar una actitud insoportable, pero el Sr. Mira ya estaba acostumbrado y Oliver Mendes también la conocía. Su obsesión llegaba hasta el punto en que catalogaba en posición cada uno de los tipos de vajilla que estaba limpiando. El desastre era mayúsculo, aún así, gracias a una organización muy bien trazada y a la diligencia de todos, apenas se llegaron a retrasar unos treinta minutos en tenerlo todo listo. Pronto estuvieron una vez más sentados en el jardín mientras charlaban con tranquilidad. El ocaso comenzaba a llegar. Fue en mitad de esta situación cuando surgió aquella conversación:

—Hacía años que no me divertía así, durante un rato me olvidé de que nos habíamos marchado. Para mí era como si el tiempo nunca hubiese transcurrido —admitió Aldo.

Oliver respiró hondo, tenía la vista directa en el rojizo horizonte.

—Pero sí lo hizo, Aldo. Y aunque algunas cosas no han cambiado, otras sí. A pesar de que me gustaría poder veros tanto como en los viejos tiempos, mi trabajo me lo impide. En cuanto a ustedes, sólo mírense: felizmente casados y con un pibe.

—Es cierto —apoyó Andrómeda—. Y estamos orgulloso de ello. Nuestro hijo es para nosotros el tesoro más valioso que tenemos.

El cabeza de familia se relajó, sacó su cartera. De ésta, extrajo una foto que seguidamente pasó a su mejor amigo. Oliver Mendes vio delante de sí una imagen que evocaba paz. En algún lugar rural de Santa Fe, Aldo y Andrómeda posaban sonrientes. Daniel Mira, con apenas cuatro años, sujetaba por encima de su cabeza un balón de fútbol. Ciertamente, la imagen era la descripción de la felicidad más absoluta.

—Me hubiera gustado que lo hubieses podido conocer —exclamó el Sr. Mira—, que hubieses tenido la ocasión de verlo crecer. ¡Es un chico tan bueno!

El brasileño observó directamente a sus dos interlocutores, su mirada se tornó totalmente seria.

—A mí también me hubiera gustado, pero por lo poco que he podido observar parece un chico muy triste. Es posible que me esté equivocando, pero lo he visto muy taciturno. Hacia el final del combate se marchó sin avisar. ¿Se encuentra bien?

La mujer suspiró, tamborileó los dedos en el brazo de su silla. Aldo Mira abrió los brazos con cierto aire de comprensión.

—Bueno... él es un chico muy cohibido, en los últimos años le ha costado mucho hacer amigos. Su carácter tímido suele alejarlo de la gente. De hecho, si bien es cierto que regresamos debido al malestar de Andry, otra de las razones fue que llegamos a especular que vivir en una gran ciudad le podía venir muy bien a Dani. —informó. Luego, dio un breve sorbo a su cerveza—. No parece que haya servido, ahora está mucho peor. Lo veo más callado que nunca, alejado, tristón... Ya no sé qué hacer.

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