PRÓLOGO: TEÑIDA DE SUDOR Y SANGRE...

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Sentía nauseas, sentía dolor. Pero sobre todo, sentía una furia que le consumía las entrañas.

Sus percepciones no hacían más que marearle. Lo único que era capaz de oír era su continua exhalación bucal. Poco a poco, abrió el ojo que le quedaba sano y notó que su mirada estaba borrosa. El foco del ring no sólo lo cegaba, sino que también le hacía sudar a mares. Con un esfuerzo supremo movió lentamente su diestra y agarró el protector bucal que estaba en el suelo. Inspiró profundamente y se colocó el aparato entre sus ensangrentados dientes. Luego, intentó que sus piernas le contestaran, y al no hacerlo, las golpeó. Estas temblaron como unos cimientos a punto de derrumbarse en medio de un terremoto. Aún así, con una voluntad de hierro, ignoró el dolor y volvió a estabilizar su cuerpo. Finalmente, no sin sentir un leve desgarro en sus cansados hombros, empuñó sus guantes y rígido, esperó a su adversario.

***

Oliver Mendes podía notar desde su esquina toda la violencia con la que palpitaban los músculos de su pupilo. Seguramente ni siquiera le había prestado atención al réferi, limitándose a asentir automáticamente cuando él le preguntó si podía continuar. Ni tampoco a los gritos y vítores del público que, emocionados, veían como un auténtico guerrero volvía a alzarse. Pues su vista, se mantenía fija en la de su oponente. Joven e imprudente, decidió levantarse a la cuenta de siete en lugar de esperar a que llegara hasta nueve. Cuando el tercer hombre del ring lo permitió, el pequeño lo empujó, apartándolo de su camino, y se lanzó impaciente contra su rival, el cual también le esperaba ansioso, con el feroz gesto de un depredador y unos ojos animales que rivalizaban contra el brillo intenso que desprendía el iris de su alumno.

El impacto fue simultáneo, ambos luchadores sintieron un castigo muy real con sendos golpes percutantes. Los dos, se sacudieron y volvieron a colisionar como trenes en una misma vía. No cedían ni un sólo milímetro; estaban tan cansados que se veían incapaces de cubrirse. Una lucha cerrada en la que sólo el titán con mayor resistencia sería capaz de mantenerse en pie.

Mendes estaba nervioso, su sudorosa mano sujetaba con fuerza la toalla. Sentía la tentación de lanzarla en cualquier instante. Pues un duelo como ese, era peligroso. La integridad física de su protegido corría grave peligro. Un cuerpo como el suyo, que todavía estaba en pleno desarrollo, podía quedar inutilizado ya no para boxear en el futuro, sino para vivir con normalidad.

Era su responsabilidad.

Cerró sus ojos y tomó una decisión. Pero cuando intentó lanzar la toalla, pudo sentir que alguien la sujetaba. Al girarse vio el rostro de su otro pupilo, más maduro, más experimentado. Le observaba serio, con reproche. Le exigía sin decírselo que no se le ocurriera llevar a cabo esa opción.

—No tenés derecho a hacerlo.

Oliver volvió a dirigir su vista hacia cuadrilátero. El chico seguía peleando en aquella horrorosa melé de resistencia sin dar un sólo paso atrás. Lo soportaba todo. No cerraba su ojo ni dejaba de intentar conquistar, pulgada a pulgada, su posición.

Tenía razón.

No tenía derecho a arrebatarle el que posiblemente era su momento de mayor crecimiento psicológico, su única oportunidad de valerse por sí mismo y demostrar de lo que era capaz. En otras circunstancias sería distinto, pero en aquellos instantes... Posiblemente se trataba del combate más importante de toda su vida.

***

El muchacho sintió un leve rasguido en el rostro. Su adversario era salvaje y sabía, más por instinto animal que por una planificación bien trazada, que su inutilizado ojo derecho era una gran debilidad. Sentía especialmente intenso su dolor y era también un punto ciego muy expuesto. Su pierna vibró peligrosamente cuando notó un vigoroso choque en su mandíbula, pero invocando más allá de sus propias fuerzas físicas, consiguió estabilizarla y logró contestar con un terrible golpe compacto. El izquierdazo estalló en el hígado de su adversario, convulsionando así el rostro de su oponente que al final, se había sometido. Balanceó el cuerpo, recargó su diestra y, proyectando toda su potencia en la cintura, junto a su hostigado hombro derecho, alcanzó con un fino movimiento de muñeca el pómulo izquierdo de su contrincante. Éste comenzó a retroceder hacia las cuerdas buscando así huir del acoso que iba imponiéndole el chico, pero él no estaba dispuesto a dejarlo escapar. En menos de un segundo estuvo encima de él, conectando con más golpes al cuerpo. Cada uno de los que lanzaba era un explosivo que lo hacía inclinarse más y más hacia adelante. Finalmente, en sus últimos momentos, vio como el poderoso brazo del muchacho oscilaba en una curva que muy pronto iba a convertirse en un mortal gancho que se dirigía directo hacia su cara. Cerró sus ojos esperando sentir la inevitable conclusión.

La campana sonó justo en ese momento.

Cuando abrió sus ojos, vio a tan sólo unos pocos centímetros el sanguiñoliento guante del crío.

El público floreció en un éxtasis desenfrenado, observando como los dos púgiles protagonizaban aquel drama que estaban presenciando en plena arena. Una lucha pletórica y hermosa en la que se enfrentaban no sólo dos luchadores, sino también, dos voluntades muy distintas. Durante un instante, el niño mantuvo la mirada fija en la de su adversario. Luego, con completa seriedad, esbozó un leve suspiró, bajó el brazo y se marchó hacia su esquina.

***

El oponente no entendía porqué lo había hecho. ¿No se había dado cuenta de que nadie le habría reprochado el haber acabado en aquellos instantes? Sintió una repentina ira hacia el pibe. ¿Acaso se creía mejor que él? ¿Qué podía permitirse el lujo de insultarlo de aquella manera? Vio como el chico se dirigía en silencio hacia su esquina, razonó que muy pronto pagaría muy caro la decisión que había tomado. Pensó en que iría a por él. Terminaría en la blanca lona, teñida de sudor... y sangre.

***

Oliver Mendes tenía la sensación de que aquel combate lo acababa de librar él. El sexto asalto había terminado, y a Oliver, le dolía la cabeza y sentía una fatiga muy real en la boca del estómago. Cuando el pequeño comenzó a acercarse al taburete, pudo leer muy bien en su rostro los pensamientos que iba reflejando. Seguramente el haber detenido ese puño había sido una acción instintiva y no hacía más que maldecirse por haberlo hecho. Los comentaristas lo alababan por su digna caballerosidad, pero para el muchacho oírlos debía de ser como si le clavaran cuchillos en el interior. Lo que con seguridad no se planteaba era que tal vez podía tratarse de una buena noticia, ya que sin duda si había reaccionado de una determinada manera ante el sonido de la campana, significaba no sólo que sus sentidos todavía estaban operativos, sino también su capacidad de reacción. Por lo que su cuerpo quizás era capaz de resistir unos pocos embates más. Cuando llegó, se desplomó sobre el asiento. No tardaron ni un instante en atenderle.

—Muy bien, Dani. Lo estás haciendo muy bien —comentó Mendes.

—¡Che, te estás luciendo flaco! —añadió su compañero—. Igual no sos tan bueno como yo.

—Decime, hijo. ¿Podés seguir? ¿Querés que sigamos adelante?

Daniel no lo dudó un sólo instante, miró directamente a los ojos de su maestro. Un aura de decisión se reflejaba en su semblante cuando le oyó decir aquellas palabras:

—No es que quiera ni que pueda, es que debo —exclamó. Luego, observó de nuevo a su oponente—. Esto sólo puede terminar de una manera. Necesito sentir que en ningún momento decidí rendirme.

Mientras su otro alumno le iba cortando el párpado para deshincharlo e irlo abriendo, Oliver comenzó a reflexionar sobre el pequeño combatiente al que estaba observando. Desde luego, había cambiado muchísimo. No era el mismo chico al que conoció hacía cosa de un año y medio. Había sufrido una transformación que lo había llevado hasta aquellos instantes tan impensables.

Cuantos cambios en tan poco tiempo...

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