ASALTO 2: ¿QUIÉN SE CAMBIA POR MÍ?

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Cuando por fin llegaron a las puertas de su nuevo centro de estudios, Daniel volvió a sentir como la inseguridad invadía una vez más su mente. Desde el asiento delantero del coche veía un edificio enladrillado de color rojizo, con una decoración algo austera, barrotes en la entrada y ventanas muy amplias. En el letrero se podía leer la leyenda de: Instituto Parroquial «San Roque»de aspecto sobrio y poco encantador, como si lo que buscara fuera simplemente informar de su nombre y su función con el menor gasto económico posible. Daniel se giró, observó detenidamente a su padre; no quería entrar en aquel sitio.

—No te preocupes, estarás bien —le animó su progenitor—. Verás que poco a poco te irás acostumbrando... ¡y puede que incluso te guste!

—No quiero ir allí, por favor —suplicó—. Dejame volver a casa.

Con tristeza, Aldo movió con cierta lentitud, aunque con seguridad, su cabeza en señal de negativa.

—No puedo hacer eso, tenés que entrar. Los chicos de tu edad deben ir a la escuela. Tenés que hacer un esfuerzo para tratar de superar tus miedos, esa es la única manera de ser feliz. Mirá: ese instituto que ves allí, fue donde yo me recibí. Conocí a muchísimos amigos, algunos incluso, inseparables. Fue una de las mejores experiencias de mi vida. Dale una oportunidad, creeme que merece la pena.

Resignado, Daniel asintió y abrió la puerta del auto. Recogió su cartera y salió pensando que sufría la misma sensación que experimentaría un soldado al embarcar con el fin de dirigirse a combatir en la guerra.

—Cuidate mucho, enano. Te espero a la salida, ¿de acuerdo?

Dani asintió por segunda vez, después vio como el vehículo se perdía en la distancia. Al girarse observó de nuevo el edificio. Una extraña sensación se apoderó de la boca de su estómago, no sentía que aquel centro pudiera ser un lugar seguro. Suspiró profundamente, apretó los puños, tomó aire y avanzó en dirección hacia su destino. Durante el trayecto se estuvo intentando convencer mentalmente de todo cuanto le había dicho su padre hacía tan sólo unos minutos atrás. Sin embargo, otras voces en su interior, le pedían intensamente que se diera la vuelta y que no volviera a acercarse más por aquel lugar.

En la entrada vio un hall en el que multitud de chicos de su edad, otros mayores y algunos profesores estaban accediendo al centro de estudios. Se detuvo y repasó mentalmente una serie de hechos inapelables: a partir de aquel instante ese iba a ser su instituto. Las calles del exterior, su ciudad. Las caras que pasaban a sus lados, sus compañeros de clase y de escuela. Probablemente, muchos de ellos serían incluso sus vecinos. Recordó cuanto detestaba los cambios, sintiéndose aún más abrumado.

Sí, él pensaba todo eso. Cuando de pronto, algo chocó contra su espalda.

—¿Qué hacés, boludo? —exclamó un muchacho—. ¡No te quedes ahí en medio de la entrada como si fueses un pelotudo!

Daniel se sintió intimidado.

—Lo siento —contestó. Aunque no importó, pues el chico que tropezó con él no había podido escucharlo. Tan pronto como le dijo aquellas palabras, siguió adelante, ignorándolo sin querer o deliberadamente. Lo cierto es que poco le importaba a Daniel su intencionalidad.

Se apartó de la entrada sintiéndose aún más incómodo. En general notaba que los alumnos que accedían al interior hacían como si él ni siquiera existiera. Sin embargo, había tenido un pequeño choque. Aquello había servido como un ejemplo de todas aquellas cosas que le desagradaban de los cambios: los conflictos.

Al empezar, todo son conflictos.

Algo que parecían olvidar los mayores al llegar a la adultez es que la infancia —sobre todo en la escuela— era una selva. El grande se come al pequeño. Los fuertes se imponen, sea por medios psicológicos o por otros más físicos, sobre los más débiles. La caballerosidad, las reglas y las convenciones sociales de los adultos era un universo totalmente aparte de los chicos. En su mundo completamente indómito, ellos creaban sus propias reglas. Las cuales consistían comúnmente en que o bien, no había reglas, o estas se modificaban para que pudieran ser aprovechadas por aquellos que tenían los medios y la posibilidad de imponerse sobre otros. Un ejemplo de este absurdo hecho solía ser que era muy mal visto que un chico, al ser avasallado, fuera con el cuento a un profesor, padre o cualquier autoridad mayor que tuviera la capacidad de arbitrar más justamente. Eso se veía por parte de los demás como un signo de cobardía, una muestra de ser incapaz de resolver los problemas por sus propios medios. Cosa que se castigaba convirtiendo a aquel que cometía semejante crimen en un paria. De fondo, Daniel admitía en su interior que eso tenía algo de verdad, pero también razonaba que, siendo ese el único medio de defensa para los que estaban en peor situación, era una norma y un planteamiento muy injusto.

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