ASALTO 3: SE LLAMA CARLOS MONZÓN

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Mucho tiempo transcurrió desde aquella lejana primera experiencia en el Instituto Parroquial de San Roque, tiempo en el que Daniel Mira había logrado a grosso modo adaptarse a los nuevos cambios. Por supuesto, aquello no significaba que Martín Díaz no siguiera molestándolo, pues incluso había adquirido el despreciable hábito de robarle la merienda. Daniel tardó en darse cuenta de que aquello se había transformado en una nueva costumbre, por lo que la primera semana no había tenido más remedio que privarse del de sandwich de jamón con dulce de membrillo que le preparaba su madre todas las mañanas. Sin embargo, pronto aplacó la situación pidiéndole a ella que hiciera dos en lugar de sólo uno sin que esta supiera que lo pedía para ceder el primero al matón y luego, cuando él no estaba atento, saciar su hambre con el segundo. Lo hacía así porque subconscientemente Dani había sabido siempre que si se enteraba de que llevaba otro para sustituir el anterior, al matón no le temblaría la mano a la hora de quitárselo. Aquella acción que ejecutaba Martín todos los días no era consecuencia de una maniobra instintiva, tampoco era por necesidad de alimentarse (pues si algo reflejaba su constitución no era precisamente una señal de desnutrición), sino que se trataba de una tarea muy bien meditada cuyo fin buscaba imponer su autoridad ante el chico obligándolo siempre a pagar alguna clase de «tributo».

En pocas palabras: una simple cuestión lógica, la idea no era otra que dominarlo por medio del miedo.

Algo que evidentemente funcionaba...

Ese no era el único problema, pues también se dedicaba a amenazarlo, insultarlo, intimidarlo, difamarlo, burlarse de él, e incluso, golpearlo cuando estaba lo bastante furioso y no había ningún maestro cerca para protegerlo. Muchas habían sido las ocasiones en las que se paraba frente a él y le decía: «¿Qué mirás, gil? ¿Tenés algún problema?», o cuando le hacía la zancadilla mientras avanzaba por los pasillos, o las veces en que le daba collejas cuando decía algo que pudiera interpretar como un leve e introvertido intento de rebelarse de alguna manera ante la injusta situación que le hacía pasar. Siempre se reía en voz alta excusándose ante los mayores y el resto de los muchachos de que sus acciones se trataban de juegos o bromas, Daniel Mira no podía evitar odiarlo. Conocía la naturaleza de aquella clase de «bromas» o «juegos» a los que se veía sometido, a veces incluso apretaba los puños en silencio deseando descargar un golpe definitivo. Fantaseaba con la idea de partirle un buen par de piños o de agarrar algún arma —¡Cualquier arma!— para aplastar aquel asqueroso y redondo rostro hasta convertirlo en una masa sanguinolenta parecida a una pizza. Sin embargo, dentro de sí mezclaba estos pensamientos con otros más puros, unos que denotaban cierta culpabilidad y un deje de arrepentimiento por discurrir de semejante forma. Era cierto que tenía miedo de que si saltaba al vacío, podía pagar las consecuencias con alguna clase de ajuste de cuentas por parte del matón, pero sin duda su mayor miedo era que si un día decidía hacerlo, pudiera llegar a tener éxito. No le gustaba la idea de hacer daño a nadie, se sentía un monstruo tan sólo por plantearse aquella posibilidad. Sabía que cruzar aquel umbral sólo podría traerle malas sensaciones... Si ya de por sí no se gustaba a sí mismo en aquel momento, comportándose como un animal violento e irracional le parecía ya el súmmun de lo despreciable.

Daniel aprendía rápido, se daba cuenta de que la situación oscilaba de ser medianamente soportable a un infierno intolerable dependiendo de si el resto de los compañeros de clase se metían más o menos con él. De alguna manera el chico terminaba pagando las frustraciones del matón, quien llegaba a acosarlo y amenazarlo con más insistencia. A pesar de ello poco podía hacer para eludir la situación, pues en la práctica no tenía forma alguna de evitar que el resto de los chicos se burlarán de Martín a su costa. La ecuación era muy sencilla: por cada comportamiento con ciertas dosis de arrogancia e imbecilidad por parte del abusón, ampliaba el número y la malicia de las chanzas de sus compañeros, y Martín Díaz era claramente un tipo muy imbécil y arrogante.

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