ASALTO 1: SÓLO SOY UN CHICO POBRE

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Nunca olvidaría en toda su vida aquel fatídico día.

Era el 31 de agosto del año 1970. Daniel Mira, junto con su padre y con su madre, se mudaba a un lugar en el que jamás había estado. Siempre se había sentido muy a gusto en Wheelwright, aquel pequeño pueblo que estaba asentado en su querida Santa Fe. Sin embargo, ahora debía dirigirse hasta una gran metrópolis como era la de Buenos Aires. Para empeorar la situación, era lunes. Uno especialmente ventoso, pues podía ver como los árboles en medio de aquella triste lluvia se encorvaban ante un viento que, soplando intensamente, los empujaba con fuerza, tal y como sus padres lo hacían con él. Daniel odiaba los lunes. Para él, eran los peores días. Era cuando siempre tenía que volver a las clases, atender a sus profesores, cumplir un horario, estudiar, trabajar y evitar su mundo interior que, construido con el poder de su imaginación, le servía para alcanzar aquel estado poco familiar que más o menos asociaba con la felicidad. Sin embargo, antes como mínimo conocía a los profesores; ya sabía qué podía esperar de ellos. Y aunque en aquel último año se había alejado mucho de sus amigos, por lo menos le trataban como a uno más. Las cosas estaban bien: ninguno jugaba con él, pero tampoco invadían su espacio personal. Vivían y le dejaban vivir.

Pero ahora se mudaban...

Y Daniel también odiaba aquella mudanza, detestaba todo lo que ella representaba. Nueva ciudad; nuevas reglas. Nuevos peligros a los que posiblemente tendría que enfrentarse. Nuevas personas con las que tendría que convivir; con las que no le quedaría otro remedio que esforzarse en conocer. No necesitaba nada de eso, sólo quería que le dejaran en paz y que todo siguiera exactamente igual que antes. Pero por mucho que lo deseara, aún cuando lo hacía con todas sus fuerzas, nada cambiaría. Por cada minuto que pasaba, el vehículo se acercaba más a aquella terrible casa a la que nunca, jamás en su vida, pensaba llamar «hogar».

—¡Anímate! Ya verás que este cambio te va a sentar muy bien —comentó su padre mientras iba conduciendo.

—Es cierto —añadió su madre—, es un barrio muy lindo, lleno de gente buena, amable... No sé porque nos tuvimos que ir en principio.

Con completa seriedad, el pequeño observaba el paisaje desde la ventana de la puerta trasera del coche. Por cada metro que iban avanzando se sentía un poco más melancólico.

—No sé, a mí no me parece la gran cosa...

—Dale una oportunidad, enano —interrumpió su progenitor—. Mirale el lado positivo. Estarás cerca del tío Dani, podrás ver las maravillas de una gran ciudad, y lo más importante: es la ocasión perfecta para que hagas nuevos amigos. ¿No te parece maravilloso?

El Renault 4 giró en una pequeña curva cerrada. A su derecha comenzaron a aparecer los primeros signos de civilización. Edificios que ya desde lejos auguraban una forma de vida muy distinta a la que Daniel Mira se había acostumbrado hacía mucho tiempo. Los cambios nunca le habían agradado.

—Maravilloso... —masculló.

Pero lo que claramente pensaba era que aquello se asemejaba más al término de «horrible». Ya hacía tiempo que había perdido la esperanza de que sus padres decidieran dar la vuelta y regresar. No quería ir pero tampoco se atrevía a manifestar lo contrario. El respeto que le profesaba a su viejo y la necesidad de su madre de cambiar de aires a causa de su salud, así lo había dispuesto. No quería recibir regaños, ser juzgado como un egoísta ni ver triste a su mamá. A pesar de todo, no podía evitar sentir en su interior que los egoístas habían sido ellos. Le habían comunicado sus planes hacía cosa de un mes. Dándolo por avisado, no tuvieron la decencia de preguntarle cual era el parecer que él tenía al respecto del asunto. Sólo le advirtieron asumiendo que aquello, le gustase o no, era lo mejor para todos. Cada semana iba desapareciendo algo de la casa. Lo último había sido cuando se llevaron el televisor, por lo que no tuvo más remedio que contentarse con sus novelas de ciencia ficción y con sus cómics. Al final, también tuvo que renunciar a estos. Aunque por lo menos le dejaron quedarse con su historieta favorita. En sus manos llevaba todavía un Superman de la editorial End con la historia titulada El gran Mento. En ella, su héroe favorito se enfrentaba contra el villano que compartía el mismo nombre del cómic, el cual, con ayuda de un especie de casco-mental, conseguía adquirir el poder de la percepción extrasensorial. Utilizando semejante habilidad había logrado leer la mente del kriptoniano. Debido a ello, ahora sabía su identidad secreta. El malhechor se aprovechaba de este recurso para poder cometer crímenes junto con otros gánsters y quedar totalmente impune. Si iba a robar un banco, Superman no podía detenerlo, porque de intentarlo aquel bellaco le contaría a todo el mundo que Clark Kent era el hombre que se escondía detrás de la capa y la «S» del pecho.

ODIO PELEARDonde viven las historias. Descúbrelo ahora