ASALTO 4: TIEMPOS MEJORES...

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No fue hasta que golpearon por segunda vez la puerta que Aldo Mira se percató de que llamaban. Apurado, se dirigió a la entrada sin siquiera quitarse el delantal. Al verlo cruzar el salón, Andrómeda no dudó en unírsele. Ambos, marido y mujer, se movían de forma agitada. Daniel Mira dejó de lado el televisor y observó con curiosidad como sus padres abrían la puerta de la entrada.

Esa fue la primera vez que lo vió.

Parecía una percha gigantesca que llevaba un viejo sombrero de fieltro y una gabardina gastada, aunque eso sí, muy cuidada. Durante una fracción de segundo había percibido una faz totalmente seria, llena de matices de preocupación. Pero tras alzar la vista para encontrarse con la pareja, sus ojos brillaron intensamente. Una blanca sonrisa decoró su rostro, una risa infantil se exhibió de manera casi instintiva y un enorme abrazó culminó aquel encuentro tan esperado.

—¡Aldo! ¡Andry! ¿Cómo están? ¡Cuanto tiempo!

Aquel tipo tenía un acento extraño, su deje era claramente porteño, muy influenciado por los modismos de la capital. Sin embargo, el pequeño pudo detectar cierto matiz que lo hacía parecer extranjero. Por la forma cálida del sonido tenía que provenir de algún lugar caribeño, pero resultaba tan discreto que no era fácil deducir el sitio exacto.

Aldo Mira le asestó algunas palmaditas en la espalda mientras compartía las mismas risas.

—¡Se te ve de fábula! ¿Cuánto han sido? ¿Diez, once años?

—Doce—le recordó—, doce años.

—¡Doce años! ¡El tiempo pasa volando!

—¿Por qué no viniste a casa cuando te avisamos de que nos habíamos establecido? ¡Llevábamos esperando que aparecieras desde hace meses! —reclamó Andrómeda.

El rostro del individuo se ensombreció repentinamente.

—No sabés cuanto lo siento, tenía unas locas ganas de venir. Pero el trabajo... Comprendes ¿no?, es un mundo en el uno no se puede permitir descansar.

—No importa —interpeló la mujer—, ahora estás acá y contigo nos sentimos completos. ¡No has cambiado nada! ¡Seguís siendo un hombre muy guapo!

—Vos también sos hermosa, Andry. Los años te han sentado muy bien.

Aldo Mira enarcó las cejas, colocó sus brazos en jarra.

—¡Pero bueno, che! ¿No podés esperar al menos a que no esté delante para levantármela? ¡No me obligues a desempolvar los guantes!

—¿Los guantes? ¡Vas atener que traerte el fierro para acabar conmigo, Aldo!

Todos rieron juntos, volvieron a abrazarse. El ambiente era cálido, como el de una gran familia que se había separado hacía años y volvía a estar completa. Aquel individuo era el hijo pródigo que se había marchado para luego regresar con el pasar de los años. A pesar de todo, el más joven de los Mira no podía evitar el sentirse desubicado. ¿Quién era aquel señor al que tanto celebraban? ¿Porqué se comportaban como si lo conocieran de toda la vida? Andrómeda Lauretta no tardó en darse cuenta de que su hijo estaba congelado, observando a aquel hombre tan alto con la boca algo abierta. Se giró directamente hacia su marido.

—Cariño, ¿qué te parece si le presentas a nuestro hijo mientras le cuelgo sus bártulos?

Aldo Mira se giró y afirmó rápidamente. Su mujer agarró el sombrero junto con la gabardina, para luego acercarlo hasta la percha del salón. Mientras, el cabeza de familia se acercó con aquel tipo hasta el chico.

—Permíteme que te presente a mi hijo: este enano de acá es el muchacho del que te hablé por medio de las cartas, un chico tan noble como su madre. Lo que no te llegué a decir, es que se llama Daniel. Dani, el desgraciado que tengo al lado es Oliver Mendes, mi mejor amigo y tu padrino.

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