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Hace una semana que mi entrañable amigo Arthur partió de este mundo, el clima brumoso de hoy me hizo recordar esa tarde en que recibí su carta, con trémula letra me pedía urgentemente visitarle en su residencia. Yo, que me considero una persona de corazón noble y fácil de convencer, no pude rechazar la petición de mi amigo, quien por aquellos días vivía momentos oscuros y bajos. Arthur Vincent Creensom, era un hombre de modales refinados y educación admirable, una eminencia en el estudio de las neurociencias. Daba catedra en la Universidad Estatal de Massachusetts, en donde también fungía como rector de la facultad de psiquiatría. Pero a partir de una serie de desafortunados eventos, fui perdiendo a ese entrañable ser quien parecía descender en una espiral de locura y demencia. Perdió casi todo, trabajo, amigos y el respeto que tanto trabajo le costó ganarse.

Arthur era un hombre que dormía pocas horas y empezaba a notársele, él se denominaba así mismo como un ser nocturno. Expresaba que durante la noche tenía una claridad de ideas que le ayudaban a resolver mejor situaciones laborales y personales. En más de una ocasión acompañé a mi amigo en sus veladas. Gastábamos la madrugada en su biblioteca, platicábamos temas relacionados con libros, poesía y recuerdos vagos. Una de esas noches mientras fumábamos opio, advertí que Arthur intentaba decirme algo que tal vez por vergüenza no se atrevía a contarme, por lo que quise entusiasmarlo a compartir sus pensamientos. Después de vacilar un poco, finalmente me dijo:

"Frederick, viejo amigo, tu eres en quien he depositado toda mi confianza, de todas mis amistades, eres el más cercano, y con el que he sido completamente transparente. Sé que talvez lo que vas a escuchar te suene un poco descabellado, pero juro por la tumba de mi madre, que mis palabras son ciertas, verás..."

Arthur empezaba a arrastrar sus palabras, se adentraba en un profundo sueño, sus parpados se cerraban poco a poco. Un fuerte ruido le devolvía de su intento de siesta. El estruendo se escuchó afuera de la biblioteca, sobre el pasillo. Era como el sonido de varias láminas de metal cayendo contra el suelo, fue un ruido seco y con un eco tétrico que aun siento retumbar en mis oídos. Miré el rostro de Arthur en busca de una explicación, lo único que encontré fue su empalidecido semblante y sus ojos rodeados de rojas venas, parecía una imagen espectral. Rápidamente se levantó para cerrar la puerta con llave y recargar su espalda sobre ella, como si con eso intentara detener la entrada de algo o alguien que acechaba afuera. La vieja puerta de cedro a sus espaldas hacía ver a mi amigo más diminuto de lo que ya era. En la parte superior de esta entrada había una abertura horizontal en forma de media luna, sobre este resquicio entraba una ráfaga de aire helado que hacía castañear las mandíbulas de mi amigo. Con gestos exagerados me pedía guardar silencio. Yo me acerqué a él para pedir una explicación, lo tomé por los hombros y lo aparte de la puerta, le dije que estaba en la necesidad de abrirla para observar que todo estuviera bien afuera. Arthur me rogó no salir, se aferraba a mi pierna mientras sollozaba palabras entrecortadas. Le exigí tranquilizarse. Me desprendí de él y me dirigí hacia la gran puerta, tomé el frío pomo y la hice girar lentamente, no niego que en ese momento casi me arrepentía de mi arranque de valentía. Afuera, en el pasillo, solo había un poco de neblina que pensé probablemente se había metido por una ventana abierta, sobre el piso se encontraban dispersas muchas piezas metálicas pertenecientes a una colección de vajillas clásicas y oxidadas que estaban sobre una repisa vencida. Seguramente el mismo aire había tumbado estos objetos. Al devolver la mirada a mi amigo Arthur, este estaba sobre sus rodillas, tenía ambas manos sobre su rostro. Era evidente que el miedo que sentía no lo dejaba moverse.

Esa noche tratamos de serenarnos, Arthur no podía articular palabra alguna, por lo que lo acompañé a descansar en un mueble amplio que tenía en la biblioteca, le preparé su pipa, fumó y se recostó lentamente. Hasta mi último parpadeo antes de dormir advertí que Arthur no conciliaba el sueño, mantenía su mirada fija hacia la ventana, afuera solo se proyectaba la espesa blancura de la niebla.

Al día siguiente noté que Arthur se había marchado a trabajar, no había nada más que una nota en donde se disculpaba por su ausencia y en la que prometía citarme después para hablar de lo ocurrido y del tema que quedó pendiente.

Cuando volví a casa sentí en el cuerpo una extraña sensación, era angustia de algo que ni siquiera comprendía. Después de esa noche, no volví a saber de Arthur, solo escuchaba comentarios de aquellos cercanos a él. Relataban que Vincent se presentaba a trabajar desaseado, a veces en clases divagaba y terminaba hablando incoherencias, su aspecto empezaba a distar mucho del que conocían, parecía mutar en una especie de esqueleto humano. Cuando sus colegas se acercaban a hablar con él, este explicaba sinsentidos. Trabajaba en un proyecto universitario y decían que la encomienda lo estaba volviendo loco. Murmuraban que no dormía. La Universidad lo suspendió el día en que se presentó a trabajar completamente dopado por el opio. Los estudiantes gastaban bromas e inventaban leyendas urbanas con él. Decían que el demonio le había robado el sueño

Leyendas UrbanasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora